A Andrés
siempre le dijeron que parecía un oso. Así lo llamaban en su casa y en el
barrio. En la escuela era siempre el más alto y robusto de sus compañeros. Dos
veces repitió cuarto grado, y en la foto de quinto se puede ver que ya era una
cabeza más alto que el maestro.
A los catorce
entró a trabajar en la carnicería de su hermano Pascual, donde era capaz de
cargarse una media res en cada hombro sin ningún problema; pero al mismo
tiempo, cualquiera podía engañarlo o tomarlo para la chacota. Por eso cuando
más tarde terminó preso por robo a mano armada e intento de homicidio, nadie en
el barrio lo podía creer.
—¿Ese infeliz?
Muchos
conocidos de siempre ahora se cruzan de vereda al verlo, o si lo saludan lo
hacen muy a la pasada, sin el menor rastro de ironía. Andrés no cree haber
cambiado demasiado en estos dos años, pero al parecer el resto de la gente no piensa
así, y los mismos que antes lo veían como a un gordo salame ahora descubren en
su rostro y en sus gestos los típicos rasgos de un bruto peligroso.
(Emilio di Tata
Roitberg, El Oso, Buenos Aires, Edhasa,
2013, pág. 8)
No hay comentarios:
Publicar un comentario