Durante los últimos veintiocho años, párroco de Santa María del Desierto
en Twenty-nine Palms. Supongo que es culpa mía que Des haya pasado tanto años
en Veintinueve. Así llaman a Twenty-nine Palms: Veintinueve. Cómo será estar
exiliado en un sitio donde tienen que contar las palmeras para ponerle un
nombre. Y no nos engañemos: Des estaba exiliado y yo era el responsable.
Yo y Des. Des y yo.
Des me dijo que quería hablar conmigo, de modo que el fin de semana
siguente fui con el coche hasta Twenty-nine Palms. No hay mucho que decir sobre
Veintinueve salvo que hay un montón de arena. Y de viejos. De Chicago, Detroit,
sitios así. Tipos que se jubilaron de la cadena de montaje de Magnavox o
Chrysler y se mudaron al desierto con su pensión del sindicato para tomar las
aguas y mitigar la artritis. Viejos cuyos tatuajes están desteñidos, cuyas
mujeres llevan redecillas para el pelo y cuyos hijos ya no llaman mucho. Gente
de barrios cien por cien irlandeses y polacos donde el viejo monseñor Bukich
les dejaba usar el salón de actos de la parroquia para sus reuniones sobre cómo
mantener a los negros fuera del vecindario. Hoy día varios de ellos viven en caravanas
y otros en casas de cemento barato con papel de aluminio en las juntas de las
ventanas para que no entre el calor. Me preguntaba a menudo cómo se entendía
Des con ellos. Estaba muy lejos de la mansión de tres plantas del cardenal en
Fremont Place donde Des había vivido en los viejos tiempos. Los buenos tiempos.
Hace un par de domingos
leía una nota de Guillermo Piro en Perfil en la que hacía referencia a una frase
de Bukowski que yo recordaba haber leído alguna vez. La cito de memoria: “un
buen libro te puede matar”. Ese mismo domingo, unas horas más tarde, me
encontraba leyendo las últimas páginas de Confesiones
verdaderas. Tenía lágrimas en los ojos, y me acordé de lo de Bukowski, y
supe que hay libros que no te matan, pero que pueden hacerte llorar. ¿Cuántas
novelas negras pueden arrancar lágrimas al lector? ¿Cuántas novelas, así, a secas? A mí, muy pocas.
Luego del texto de
Fresán en el prólogo y de la introducción a cargo del gran George Pelecanos,
uno ya está advertido acerca de la clase de libro que está a punto de abrir.
Pero claro, uno, lector ducho y algo agrandado, decide despojarse de todo
prejuicio y entrar al texto sin condicionamientos, intentando olvidar las
opiniones ajenas, incluso la de James Ellroy.
Desde luego, a las
veinte páginas, yo ya me preguntaba si los elogios no se estarían quedando un
poco cortos…
La novela comienza
narrada en primera persona por Tom Spellacy, exdetective de Homicidios de la
policía de Los Ángeles. Va en camino de encontrarse con su hermano Desmond,
quien lo convocó para hablar con él. Desmond es sacerdote en una parroquia olvidada
en el desierto californiano. Han pasado muchos años, veintiocho, desde un
episodio que fue determinante en la vida de los hermanos Spellacy. Durante este
primer pasaje, Tom nos pone en situación: los hermanos y sus
diferentes caminos, la vigencia de las tradiciones católicas en la
comunidad de origen irlandés y, por lo tanto, en la familia Spellacy. La eterna
tirantez, ese vínculo extraño de amor y odio, que unió a los hermanos a lo
largo de la vida. Todo en este capítulo desprende ese aroma melancólico de las
historias de fin de vida, de balance, ese cristal tintado que provoca la
proximidad de la muerte, y que da un nuevo perfil, una nueva visión a los
hechos del pasado. Porque, claro, Desmond ha llamado a su hermano para decirle
que se está muriendo.
Allí la historia viaja en el tiempo, hacia mediados de los cuarenta. Un narrador en tercera persona
nos muestra qué es de la vida de los dos hermanos. Uno, detective en plena actividad,
ahora en Homicidios, “removido” de Antivicio por algunos asuntos demasiado
turbios. Tiene una esposa desquiciada —que charla con san Bernabé—, hija monja
e hijo soldado, y la amante de rigor. Encima, vive en conflicto con el
burócrata de su jefe. El otro, auxiliar del cardenal y con aspiraciones de
cúpula, es un eficaz administrador y recaudador. Un político habilidoso y
sagaz, en suma, que afianza su carrera entre las recepciones para recaudar
fondos y los green de golf.
En esos días
aparece en un baldío de las afueras el cuerpo de una mujer. Está seccionado en
dos mitades. No hay sangre en el lugar. Lo han traído desde alguna otra parte. El
asunto cae en manos de Tom Spellacy y su compañero Frank Crotty. La
investigación, fogoneada por la prensa sensacionalista, empieza a contaminar a
mucha gente. Entre ellos a Jack Amsterdam, viejo conocido de Tom de la época en
la que supuestamente perseguía —y en realidad cobraba— a las putas. El problema es que Amsterdam tiene varios negocios
con la Iglesia Católica. Y en esos días, decir “negocios” y decir “Iglesia” era
estar hablando de Desmond Spellacy. Este vínculo es el que desatará la tormenta
entre los hermanos, cuando uno obligue al otro a optar por la conciencia o su
carrera.
El devenir de la
investigación —que nos arrastra a los mejores bajos fondos de Los Ángeles, sean
estos los moteles, los campos de golf en los que se cocina de todo, o los
funerales y los confesionarios— es el motor negrocriminal
de la historia. Motor que funciona perfectamente, y cuya potencia de mil
caballos impulsa el denso monstruo narrativo que se mueve debajo de la
superficie.
Porque, como todas
las grandes novelas, Confesiones
verdaderas también admite diferentes planos de lectura. Quien quiera leer
esta historia como una revisita al caso de Elizabeth Short —la Dalia Negra,
mítica víctima de un crimen nunca resuelto, que ha inspirado infinidad de
literatura y cine, entre ellos a James Ellroy— se encontrará con una novela
negra impecable. No le falta nada: la trama que se complejiza, que destapa
ollas asquerosas por doquier; un lenguaje que, a pesar de la traducción en
exceso castiza para el lector porteño, impacta por sus momentos de dureza e incorrección
política, con sus puntos más altos en las palabras del policía Frank Crotty.
Quien quiera ver
una pintura de un sector de la sociedad californiana de posguerra, el de los
descendientes de irlandeses católicos, se encontrará con un retrato en extremo
atento al detalle, que resulta a la vez crítico y cercano. Dunne, católico él
mismo, sabe de lo que habla, y habla desde adentro. Planta a sus personajes en
el corazón de ese micromundo en el que hasta los insultos tienen que ver con
Dios y María, en el que el status va
de acuerdo a qué obispo viene a decir la misa de tu funeral. La Iglesia
Católica californiana —omnipresente institución de uno de los más poderosos
estados de la poderosa potencia que acaba de ganar la guerra—, aparece como el
Sol alrededor del cual orbita toda la vida de la comunidad. Y “toda la vida” es
eso: pasa de todo. No obstante, creo que quien se quede con este costado de la
historia —el de “denuncia” de los manejos de una Iglesia liderada por hombres políticos—
se quedará con un costado (muy) menor de esta obra.
Hay un tercer plano
de lectura, que es el que más me interesa, y que es el de la relación que une a
los hermanos Spellacy. Esta lectura de “novela de hermanos” —si no existe ese
subgénero, habría que inventarlo— engloba, lógicamente, a todo lo anterior. En
la relación de Tom y Des por aquellos días de los cuarenta se concentra todo el
pasado y el futuro de sus vidas. Futuro que se vuelve presente en el capítulo
final, brillante por donde se lo mire, y nuevamente en la voz de Tom. En los
términos de ese vínculo fraterno Dunne se permite llevarnos a reflexionar
acerca del paso del tiempo, como bien indica Pelecanos, y acerca de la fe: los
dos hermanos son hombres de fe que parecen haber perdido la Fe. Con la educación
que han recibido debieron hundirse en un mundo que, finalmente, les hizo mella
y los infectó, como un virus o como la herrumbre que nunca descansa. Sin
embargo, absolución y redención son dos ideas que flotan en el final.
Confesiones verdaderas es una
novela descomunal que reafirma, por si aún quedasen dudas, que el género negro,
con sus convenciones, puede hablar del más profundo y complejo de los asuntos
del hombre. Claro que a no todos los autores les interesa hacerlo. Y muy pocos son
capaces de llegar hasta ese lugar.
Dunne es uno.
Traducción: Gabriel Dols Gallardo
10/12
PS: Confesiones verdaderasfue llevada al
cine en 1981. El director fue Uru Grosbald, con guión del propio Dunne —en esta entrevista habla de su trabajo como guionista— y su esposa Joan Didion. Los
hermanos fueron Robert Duvall, como Tom, y Robert De Niro, como Desmond.
No siempre
significan algo, ya lo sé. Pero, como todos, yo también tengo mis taras. Que
tienen que ver con los números, ya lo he dicho. Para gente como yo, un número
redondo (digamos, 100) no es algo que se deje pasar así como así.
Y el número 100 es
el que le corresponde al último libro comentado acá, Trampa para ángeles de barro. Sí, correcto: cien libros comentados
en La forma en que algunos mueren,
desde hace algo más de dos años.
Cien comentarios
que me han traído infinidad de satisfacciones: el contacto enriquecedor con otros
lectores y con varios autores, y las recomendaciones de los secretos mejor
guardados de ciertos libreros. Y unas cuantas nuevas amistades, feisbuqueanas y
de las otras, de las de cerveza y libros, risas y música.
Cien comentarios. Casi
cincuenta al año, casi un libro negrocriminal por semana. Vamos: un libro cada
7,69 días…
No es mucho, pero
no es poco. Sobre todo teniendo en cuenta que no sólo de género negro vive el
hombre, y sobre todo teniendo en cuenta que, por respeto o por pudor, es
política de la casa comentar sólo los libros buenos. Según un criterio que es
discutible, pero es propio.
Así que, para
celebrarlo, como breve —y por fuerza incompleto— racconto vaya esta tramposo Top Ten de los libros que, por una
causa u otra, se me antoja recordar en esta noche.
Ojalá lo disfrutes,
querido amigo. No me olvido que es gracias a tus visitas que esto sigue
adelante.
Por orden de
publicación:
Sangre Vagabunda, James Ellroy. Magnífico cierre de la Trilogía
Americana. Ellroy estaría en cualquier Top Ten que me proponga reunir.
Red Riding Quartet, David Peace. Acá está la trampa número uno: no
es un libro, es una tetralogía. Lo siento: era incluirlo así, o hacer de
esto un Top Thirteen. Pero no queda afuera ni en broma.
El último buen beso, James Crumley, . ¿Es que vamos a tener que
aprender inglés para leer más Crumley? Yo en cualquier momento empiezo…
Las niñas perdidas, Cristina Fallarás. No hay comentario risueño
posible para este hermoso libro que habla de infiernos.
No hay bestia más feroz, Edward Bunker. La experiencia criminal en
primera persona, blanco sobre negro.
Chamamé, Leonardo Oyola. La más policial y rutera de las novelas
de Oyola (a esta altura, un amigo de la casa).
Prótesis, Andreu Martín. El odio y la rabia vuelto personaje. Eso
es el Migue.
Los amigos de Eddie Coyle, George V. Higgins. Lo que otros autores
construyen tranpirando páginas y páginas, Higgins lo liquida con un guión
de diálogo.
Sé que mi padre decía, Willy Uribe. ¿Qué se necesita para
convertir una hecho criminal, el odio a un padre y una patria que duele
hondo en una inovidable novela negra? El talento de un tipo como Uribe.
John Gregory Dunne, Confesiones verdaderas. No, no es un error. Es
la segunda trampita-gancho: el comentario de esta maravilla lo tenemos la
semana que viene. Te espero entonces, amigo…
—Hace un tiempito salieron de Santigo Vázquez un par de amigos… Tenían
encima doce años, rapiñas. Llegaron a un arreglo, por buena conducta, y
salieron a los siete. Cuando pusieron un pie en la calle, lo primero que
hicieron fue venir a verme. Buenos botijas, habíamos hecho Punta Carretas
juntos hace un montón de años, cuando los tupas andaban entreverados con los
pichis todavía. Así que yo los conocí bien… Cuando vinieron me dijeron que
querían hacer algún laburito, como para ir entrando en calor. Precisaban unos
fierros, así que yo me puse a buscarles algo como la gente. Eran buenos tipos y
merecían, además me habían prometido un porcentaje del asunto. No te vayas a
creer que eran unos giles cualquiera, tenían más carretera que la
Interbalnearia. Así que ya se junaban bien el lugar que le quería prender.
Todo, gente, horarios, las rondas de la cana…
El gordo hizo una pausa, sin mirar a sus oyentes, al tiempo que se
mandaba otro trago de vino y cebaba un mate.
—Pero las cosas a veces no salen como uno las carbura. Llegaron al
lugar y encararon. Yo les había dado un par de fierros bastante buenos, unos
Esmigüeson 38, la reglamentaria. Me los habían vendido unos botones hacía
tiempo y los tenía enterrados para la ocasión… La cosa fue cuando llegaron al
lugar, una agencia de quinielas. Cuando le metieron el caño en la nariz al pinta
le vino la histeria. Se complicó todo y tuvieron que mandarle unos plomos.
Salieron como escupida y al poco rato tenían a toda la taquería encima. Los
fierros quemaban, así que tuvieron que hacer un pozo y guardarlos. La carga
estaba casi completa.
—¿Y dónde están? —inquirió el Navaja.
—Al poco tiempo —continuó el hombre imperturbable— cayeron. Los caños no
los encontraron, pero igual los hicieron cantar todo. Ahora están en Libertad,
pasándola como el culo…
No volvió a su casa en toda la noche. Llovía de a ratos. Caminó durante
horas sin rumbo, entró a dos o tres boliches de mala muerte, en el último para
ponerle algo sólido a su estómago. Suponía que su mujer debía esperarlo, aunque
ya se había acostumbrado a dejar de verlo durante días. Viñas mordía
secretamente la sospecha de que su mujer buscara consuelo en algún lugar y más
precisamente con algún tipo que, por razones que aún se le escapaban, intuía
que debía conocer. Era una sensación molesta, algo así como una úlcera que por
momentos lo quemaba, le llenaba la boca de un líquido amargo que tenía que
diluir a fuerza de grappa con limón.
Finalmente, cuando una vaga sensación de imprudencia se unió al
cansancio, llevó sus huesos a una de las camas de colchón duro de la pensión
del gallego Marcial. El gallego era uno de sus informantes de la época en que
estaba en Inteligencia, la relación había cuajado luego en una amistad de
anécdotas y favores mutuos.
Era muy tarde, cerca de las dos de la madrugada, pero el gallego
recibió con silenciosa y casi sacerdotal comprensión a aquel fantasma alto y
pálido, envuelto en una gabardina mojada y con los bajos de los pantalones
vaqueros chorreantes. Pese a estar extenuado al punto de sentir dolor en el
alma de los huesos, no consiguió dormirse de inmediato. Consumió los últimos
dos cigarrillos tendido en la cama, vestido, los ojos colgados del techo lleno
de lamparones de humedad.