En el agujero de San Quintín, que no era del todo tenebroso —una franja
de luz mortecina se filtraba por debajo de la puerta—, Freddy meditó sobre la
existencia. Su deseo de proporcionar bienestar al resto del mundo estaba en la
raíz de sus problemas, por lo que en vez de mejorar su propia vida la
empeoraba. Y para colmo no había ayudado realmente a nadie. Decidió que a
partir de entonces solo se preocuparía de sí mismo.
Dejó de fumar. Si los privilegios de fumar le eran revocados, pero él
ya no fumaba, el castigo no tenía la menor repercusión. De vuelta al patio,
Freddy se unió a los deportistas, en silencio, y levantó pesas a diario. Y
ejercitó también la mente, así como el cuerpo: leía la revista Time todas las semanas y se suscribió al
Reader’s Digest. También renunció al
sexo: logró un trueque en el que se desembarazaba de su protegido, un chicano
algo fondón del este de Los Ángeles, a cambio de ocho cartones de Chesterfield
y doscientas chocolatinas Milky Way. Luego cambió los Chesterfield (la marca
favorita de los presos negros) y ciento cincuenta de las Milky Way por una
celda para él solo. También hizo las paces con la estructura de poder entre los
reclusos. Dejó el desinterés para abrazar el propio interés, para aprender la
lección que todos deben asumir antes o después: que aquello a lo que un hombre
renuncia voluntariamente ya no le puede ser arrebatado.
(Charles Willeford, Miami blues,
Barcelona, RBA Libros, 2012, pg 26)
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