—Hace un tiempito salieron de Santigo Vázquez un par de amigos… Tenían
encima doce años, rapiñas. Llegaron a un arreglo, por buena conducta, y
salieron a los siete. Cuando pusieron un pie en la calle, lo primero que
hicieron fue venir a verme. Buenos botijas, habíamos hecho Punta Carretas
juntos hace un montón de años, cuando los tupas andaban entreverados con los
pichis todavía. Así que yo los conocí bien… Cuando vinieron me dijeron que
querían hacer algún laburito, como para ir entrando en calor. Precisaban unos
fierros, así que yo me puse a buscarles algo como la gente. Eran buenos tipos y
merecían, además me habían prometido un porcentaje del asunto. No te vayas a
creer que eran unos giles cualquiera, tenían más carretera que la
Interbalnearia. Así que ya se junaban bien el lugar que le quería prender.
Todo, gente, horarios, las rondas de la cana…
El gordo hizo una pausa, sin mirar a sus oyentes, al tiempo que se
mandaba otro trago de vino y cebaba un mate.
—Pero las cosas a veces no salen como uno las carbura. Llegaron al
lugar y encararon. Yo les había dado un par de fierros bastante buenos, unos
Esmigüeson 38, la reglamentaria. Me los habían vendido unos botones hacía
tiempo y los tenía enterrados para la ocasión… La cosa fue cuando llegaron al
lugar, una agencia de quinielas. Cuando le metieron el caño en la nariz al pinta
le vino la histeria. Se complicó todo y tuvieron que mandarle unos plomos.
Salieron como escupida y al poco rato tenían a toda la taquería encima. Los
fierros quemaban, así que tuvieron que hacer un pozo y guardarlos. La carga
estaba casi completa.
—¿Y dónde están? —inquirió el Navaja.
—Al poco tiempo —continuó el hombre imperturbable— cayeron. Los caños no
los encontraron, pero igual los hicieron cantar todo. Ahora están en Libertad,
pasándola como el culo…
(Renzo Rossello, Trampa para ángeles de barro,
Montevideo, Estuario Editora, 2010, pg 89)
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