domingo, 21 de octubre de 2012

El Largo Viñas


No volvió a su casa en toda la noche. Llovía de a ratos. Caminó durante horas sin rumbo, entró a dos o tres boliches de mala muerte, en el último para ponerle algo sólido a su estómago. Suponía que su mujer debía esperarlo, aunque ya se había acostumbrado a dejar de verlo durante días. Viñas mordía secretamente la sospecha de que su mujer buscara consuelo en algún lugar y más precisamente con algún tipo que, por razones que aún se le escapaban, intuía que debía conocer. Era una sensación molesta, algo así como una úlcera que por momentos lo quemaba, le llenaba la boca de un líquido amargo que tenía que diluir a fuerza de grappa con limón.
Finalmente, cuando una vaga sensación de imprudencia se unió al cansancio, llevó sus huesos a una de las camas de colchón duro de la pensión del gallego Marcial. El gallego era uno de sus informantes de la época en que estaba en Inteligencia, la relación había cuajado luego en una amistad de anécdotas y favores mutuos.
Era muy tarde, cerca de las dos de la madrugada, pero el gallego recibió con silenciosa y casi sacerdotal comprensión a aquel fantasma alto y pálido, envuelto en una gabardina mojada y con los bajos de los pantalones vaqueros chorreantes. Pese a estar extenuado al punto de sentir dolor en el alma de los huesos, no consiguió dormirse de inmediato. Consumió los últimos dos cigarrillos tendido en la cama, vestido, los ojos colgados del techo lleno de lamparones de humedad.

(Renzo Rossello, Trampa para ángeles de barro, Montevideo, Estuario Editora, 2010, pg 68)

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