No volvió a su casa en toda la noche. Llovía de a ratos. Caminó durante
horas sin rumbo, entró a dos o tres boliches de mala muerte, en el último para
ponerle algo sólido a su estómago. Suponía que su mujer debía esperarlo, aunque
ya se había acostumbrado a dejar de verlo durante días. Viñas mordía
secretamente la sospecha de que su mujer buscara consuelo en algún lugar y más
precisamente con algún tipo que, por razones que aún se le escapaban, intuía
que debía conocer. Era una sensación molesta, algo así como una úlcera que por
momentos lo quemaba, le llenaba la boca de un líquido amargo que tenía que
diluir a fuerza de grappa con limón.
Finalmente, cuando una vaga sensación de imprudencia se unió al
cansancio, llevó sus huesos a una de las camas de colchón duro de la pensión
del gallego Marcial. El gallego era uno de sus informantes de la época en que
estaba en Inteligencia, la relación había cuajado luego en una amistad de
anécdotas y favores mutuos.
Era muy tarde, cerca de las dos de la madrugada, pero el gallego
recibió con silenciosa y casi sacerdotal comprensión a aquel fantasma alto y
pálido, envuelto en una gabardina mojada y con los bajos de los pantalones
vaqueros chorreantes. Pese a estar extenuado al punto de sentir dolor en el
alma de los huesos, no consiguió dormirse de inmediato. Consumió los últimos
dos cigarrillos tendido en la cama, vestido, los ojos colgados del techo lleno
de lamparones de humedad.
(Renzo Rossello, Trampa para ángeles de barro, Montevideo, Estuario Editora, 2010, pg 68)
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