Durante los últimos veintiocho años, párroco de Santa María del Desierto
en Twenty-nine Palms. Supongo que es culpa mía que Des haya pasado tanto años
en Veintinueve. Así llaman a Twenty-nine Palms: Veintinueve. Cómo será estar
exiliado en un sitio donde tienen que contar las palmeras para ponerle un
nombre. Y no nos engañemos: Des estaba exiliado y yo era el responsable.
Yo y Des. Des y yo.
Des me dijo que quería hablar conmigo, de modo que el fin de semana
siguente fui con el coche hasta Twenty-nine Palms. No hay mucho que decir sobre
Veintinueve salvo que hay un montón de arena. Y de viejos. De Chicago, Detroit,
sitios así. Tipos que se jubilaron de la cadena de montaje de Magnavox o
Chrysler y se mudaron al desierto con su pensión del sindicato para tomar las
aguas y mitigar la artritis. Viejos cuyos tatuajes están desteñidos, cuyas
mujeres llevan redecillas para el pelo y cuyos hijos ya no llaman mucho. Gente
de barrios cien por cien irlandeses y polacos donde el viejo monseñor Bukich
les dejaba usar el salón de actos de la parroquia para sus reuniones sobre cómo
mantener a los negros fuera del vecindario. Hoy día varios de ellos viven en caravanas
y otros en casas de cemento barato con papel de aluminio en las juntas de las
ventanas para que no entre el calor. Me preguntaba a menudo cómo se entendía
Des con ellos. Estaba muy lejos de la mansión de tres plantas del cardenal en
Fremont Place donde Des había vivido en los viejos tiempos. Los buenos tiempos.
(John Gregory Dunne, Confesiones verdaderas, Barcelona, Mondadori, 2012, pg 41)
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