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martes, 16 de septiembre de 2014

El terror a las contratapas

El terror de vivir, Urban Waite

Resulta que uno encuentra el libro de un autor del género. Va y se dirige a la contratapa. Entre frases laudatorias de un peso pesado como el Rey Stephen o de un autor exquisito como Daniel Woodrell aparecen las expresiones “ritmo trepidante” y “no da respiro”. Encuentra también que al autor se lo compara “unánimemente” con Cormac McCarthy. ¿Qué se supone que uno debe hacer? ¿Comprar o dejar pasa el libro? No importa tanto la decisión final: lo importante, lo primero, es desconfiar. Sospechar. Hacer que el lector que llevamos dentro mantenga a raya al consumidor, ese monstruo ya inoculado y siempre al acecho. Una lección que uno nunca termina de aprender.

Estamos en el noroeste de los Estados Unidos, cerca de la frontera con Canadá. Un cincuentón y exconvicto llamado Phil Hunt se dedica, con su esposa Nora, a la cría de caballos. Refuerza sus ingresos transportando cocaína a través de bosques y montañas. Él y su nuevo ayudante, un chico, van con los caballos cargados cuando un tipo surge de los árboles y los apunta con un rifle. Es Bobby Drake, ayudante del sheriff. Suele andar por ahí, investigando ese contrabando. Que es su manera de entender a su propio padre, antiguo sheriff y actualmente preso por este mismo delito. Se producen disparos, pero Hunt —un “excelente jinete” a los ojos de Drake— logra escapar sin la droga. Bobby sólo detiene al chico que, como sabe demasiado, morirá en la cárcel rápidamente.

La DEA se lleva a Bobby y a su esposa a Seattle. Son ahora testigos que necesitan protección. Mientras tanto, con la droga perdida, los capos del negocio contratan a Grady, un psicópata cuchillero, para que encuentre a Hunt y lo mate. Aunque primero lo debe usar para introducir desde Canadá a una chica vietnamita que trae en el estómago heroína encapsulada. Hunt comenzará una loca carrera, perseguido por la policía y por Grady, en la que luchará hasta el final por salvar a la mula y reunirse con su mujer antes que el asesino.

Esta trama de persecusión, aunque trillada, aún podría resultar atractiva. Sin embargo, falla. Y por varios aspectos (sin contar aquello de la contratapa). En primer lugar, los personajes cliché. El asesino Grady, malo de maldad pura, no termina de lograr volumen. Es chato. Provoca más irritación que miedo (estaría bueno, ya que lo citan tan livianamente a McCarthy en la contratapa, ver cómo su Chigurh se come crudo a este Grady en dos mordiscos). Como contrapartida, Hunt y Drake son los hombres en esencia buenos, cuyas vidas se han torcido por circunstancias que les fueron un poco ajenas (una lejana muerte casi accidental, el primero; un padre policía y delincuente, el segundo). Sus esposas, Nora y Sheri, son sus anclas, sus cables a tierra, las que encarnan la certeza redentora del sueño americano, de la vida en paz de los hombres de bien en una casa con porche y cerveza fría en la nevera… No es casual que, en medio de toda la maraña de esta trama, Drake y Hunt, perseguidor y perseguido, “males menores”, terminen casi trabajando juntos contra el “mal mayor” de Grady y sus jefes.

Pero hay más. Entiendo que es difícil “cerrar” una trama con tantas aristas. O por lo menos engañar (en el buen sentido) al lector para que las cierre él. Pero lo que Waite hace en un par de ocasiones es forzar la máquina hasta el límite. Parafraseando a Chandler, “se lo sienta a Dios en el regazo”. Va un ejemplo. Drake inquieto y aburrido, encerrado por la DEA en un hotel del centro. Sale a caminar. Va al hipódromo. Ve entrenar a los caballos. Pregunta a un trabajador por alguien con quien hablar de equitación. Uno piensa: “muy bien, se mete en tema, empieza a indagar en el ambiente, buscando al “excelente jinete” que se le escapó en el bosque. Bien, Drake. Sagaz”. El tipo del hipódromo le recomienda un rancho cercano. “Gracias, amigo”. Se sube a su coche y llega al lugar. Hay una mujer que responde a sus consultas. ¿A que no saben quién es? ¿No? ¡Sí! Es Nora, la esposa de Hunt. O sea: al primer lugar que cae es a la casa del tipo que recién está empezando a perseguir. Sea o no vital para la trama el encuentro, ya es una vinculación que supera mi capacidad de “suspender la incredulidad”. Dios es empleado de Waite. Me puse de mal humor.

El otro obstáculo que le veo es la traducción. Sé que es polémico juzgar una traducción. Sin tener a mano el texto en idioma original —algo que rara vez sucede—, es difícil decir qué tan buena o mala es. Sin embargo, uno ya detecta ciertos “ruidos”. Uno típico es el vocabulario. El mío no es especialmente amplio pero si debo recurrir mucho al diccionario en un best-seller de este tenor, ya sospecho. Me inclino a pensar que detrás del traductor se esconde un “escritorcito juguetón” que intenta asomar la cabeza. En El terror de vivir el amigo Antonio-Prometeo Moya me incomodó con “estafermo”, “zurrir”, “marjal”, “ribazo”, “bramante”, “racheada”, “tabaleo”, “escuchimizado”, además de con las expresiones “fibra vítrea” o “papeles” por papers (modo informal de llamar al periódico). Too much, Tony.

Traducción: Antonio-Prometeo Moya


6/14

martes, 3 de abril de 2012

La máquina de narrar

Persecución mortal, Elmore Leonard



Me leí casi (¿casi?) todas las novelas de Elmore Leonard que se publicaron en castellano, y algunas en inglés. Eso no me convierte en un erudito de su obra pero sí en un fan más bien tirando a freak. Digamos que esas lecturas crearon una especie de complicidad con el autor. Unidireccional, claro, pero complicidad al fin. Algo relativo a los guiños cazados al vuelo, a las velocidades, a las pinceladas. Haré lo posible, sí, pero dudo que sepa transmitir algo de ese vínculo en un comentario como este. Es decir, se van a encontrar con una reseña favorable, y a lo sumo con un torpe esbozo del porqué de mi alta valoración por la obra de Leonard.

Sé que hay quien dice que Leonard se repite, que tiene altibajos. ¿Quién no los tiene en una carrera de más de 40 novelas, más los relatos, más los guiones? Cuarenta son muchas novelas, pero tampoco hay necesidad de leérselas todas de un tirón. A mí me basta con recurrir a ellas cada tanto, cuando me agota la pretenciosidad de algunos autores, cuando necesito un baldazo refrescante de verdadero entretenimiento. Ahí le entro a una novela del viejo Elmore: para intentar entender cómo funciona una máquina simple pero terriblemente eficaz.

En Persecución mortal (inexplicable traducción del original Killshot (*)) la acción se sitúa mayormente en el norte de los Estados Unidos, cerca de Detroit, al lado de la frontera con Canadá. Allí tenemos a Wayne y Carmen Colson, marido y mujer. Él trabajador de la construcción, ella vendedora en una inmobiliaria. Un hijo ya grande, arriba de un barco en el Pacífico. Una casa en las afueras, con jardín que da al bosque. Matrimonio suficientemente feliz en el que las discusiones —nunca tan graves— giran en torno a la afición de Wayne por la caza de ciervos —algo que Carmen rechaza—, y a las intromisiones molestas de Lenore, madre de Carmen —algo que ambos rechazan. Se quieren, les va bien: uno enseguida les toma cariño.

Armand “Mirlo” Degas y Richie Nix son la otra pareja de esta historia. Armand es un indio que trabaja como asesino a sueldo para la mafia —una mafia de segunda división, no olvidemos que esto es Detroit: a medio camino entre las dos Costas—. Richie vive en una casilla con Donna. La conoció en la cárcel en la que él cumplía condena: “trabajaba allí y la despidieron por follarse a los internos, ¿te lo puedes creer?”. Armand y Richie se conocen casualmente, y este lo convence al indio —ya de “Mirlo” devenido en simple “Pájaro”— de hacer un trabajo juntos. Un “apriete”, sacarle guita a un exitoso operador inmobiliario a cambio de “protección”.

Como es una constante en las novelas de Leonard, aquí también el azar juega su rol. Porque cuando el Pájaro y Richie llegan, el que está en la oficina no es la víctima sino Wayne, que fue ahí acompañando a Carmen. Los tipos se confunden, nadie entiende muy bien a nadie pero la cosa se desmadra y terminan a los golpes. Incluso vuela algún tiro.

A partir de ese momento, el acoso de los dos maleantes a la pareja crece, igual que la tensión del relato. Carmen y Wayne hasta tienen que mudarse y acogerse a un programa de testigos de identidad protegida. Pero, claro, una vez en manos del FBI es peor el remedio que la enfermedad…

Resultado final: otra historia que disfruté de punta a punta. ¿Qué tiene Leonard para engancharme así? Por mencionar algunas: 1) magia en el manejo del punto de vista, alternándolo en los distintos personajes, eligiendo siempre bien —incluso, cuando la historia lo exige, te relata más de una vez la misma escena, según la ven los distintos personajes; 2) “montaje” preciso, es decir, domina cómo y cuándo cortar y empalmar escenas para maximizar la tensión del relato; 3) oficio extraordinario para dosificar perfectamente el humor —que no los chistes— con los momentos de violencia extrema (no todo es comedia: las diez primeras páginas son un buen ejemplo de un par de asesinatos a sangre fría); 4) diálogos, diálogos, diálogos.
Pensando en un cierre, me vino a la mente una entrevista a Abelardo Castillo que está en Taller de Corte & Correción, el indispensable libro del máster Marcelo di Marco. Allí hablan de los “autores menores”, de la “literatura menor”: específicamente, mencionan a Stephen King. El enorme Castillo dice ahí que de tipos como King “un escritor serio puede aprender muchos procedimientos o trucos”. Razonaba que eso es posible porque, a diferencia de a un Tolstoi, a King, “que no es un gran escritor”, se le notan los trucos. Y lo importante, lo aprendible de King era que, como todo escritor masivo, “recuperaba para la literatura algo primordial: la aptitud para narrar, la capacidad de hacer interesante un tema”.

Exactamente eso es lo que yo pienso de Elmore Leonard.

(*): hay peli de Killshot, con Mickey Rourke como el Pájaro. No la vi.

Traducción: Catalina Martínez Muñoz

2/12