Me leí casi (¿casi?) todas las
novelas de Elmore Leonard que se publicaron en castellano, y algunas en inglés.
Eso no me convierte en un erudito de su obra pero sí en un fan más bien tirando
a freak. Digamos que esas lecturas
crearon una especie de complicidad con el autor. Unidireccional, claro, pero
complicidad al fin. Algo relativo a los guiños cazados al vuelo, a las
velocidades, a las pinceladas. Haré lo posible, sí, pero dudo que sepa transmitir
algo de ese vínculo en un comentario como este. Es decir, se van a encontrar
con una reseña favorable, y a lo sumo con un torpe esbozo del porqué de mi alta
valoración por la obra de Leonard.
Sé que hay quien dice que Leonard
se repite, que tiene altibajos. ¿Quién no los tiene en una carrera de más de 40
novelas, más los relatos, más los guiones? Cuarenta son muchas novelas, pero tampoco hay necesidad de leérselas todas de un
tirón. A mí me basta con recurrir a ellas cada tanto, cuando me agota la
pretenciosidad de algunos autores, cuando necesito un baldazo refrescante de
verdadero entretenimiento. Ahí le entro a una novela del viejo Elmore: para
intentar entender cómo funciona una máquina simple pero terriblemente eficaz.
En Persecución mortal (inexplicable traducción del original Killshot (*)) la acción se sitúa
mayormente en el norte de los Estados Unidos, cerca de Detroit, al lado de la
frontera con Canadá. Allí tenemos a Wayne y Carmen Colson, marido y mujer. Él
trabajador de la construcción, ella vendedora en una inmobiliaria. Un hijo ya grande,
arriba de un barco en el Pacífico. Una casa en las afueras, con jardín que da
al bosque. Matrimonio suficientemente feliz en el que las discusiones —nunca
tan graves— giran en torno a la afición de Wayne por la caza de ciervos —algo
que Carmen rechaza—, y a las intromisiones molestas de Lenore, madre de Carmen
—algo que ambos rechazan. Se quieren,
les va bien: uno enseguida les toma cariño.
Armand “Mirlo” Degas y Richie Nix
son la otra pareja de esta historia. Armand es un indio que trabaja como asesino
a sueldo para la mafia —una mafia de segunda división, no olvidemos que esto es
Detroit: a medio camino entre las dos Costas—. Richie vive en una casilla con
Donna. La conoció en la cárcel en la que él cumplía condena: “trabajaba allí y
la despidieron por follarse a los internos, ¿te lo puedes creer?”. Armand y Richie
se conocen casualmente, y este lo convence al indio —ya de “Mirlo” devenido en simple
“Pájaro”— de hacer un trabajo juntos. Un “apriete”, sacarle guita a un exitoso
operador inmobiliario a cambio de “protección”.
Como es una constante en las
novelas de Leonard, aquí también el azar juega su rol. Porque cuando el Pájaro
y Richie llegan, el que está en la oficina no es la víctima sino Wayne, que fue
ahí acompañando a Carmen. Los tipos se confunden, nadie entiende muy bien a
nadie pero la cosa se desmadra y terminan a los golpes. Incluso vuela algún
tiro.
A partir de ese momento, el acoso
de los dos maleantes a la pareja crece, igual que la tensión del relato. Carmen
y Wayne hasta tienen que mudarse y acogerse a un programa de testigos de
identidad protegida. Pero, claro, una vez en manos del FBI es peor el remedio
que la enfermedad…
Resultado final: otra historia
que disfruté de punta a punta. ¿Qué tiene Leonard para engancharme así? Por
mencionar algunas: 1) magia en el manejo del punto de vista, alternándolo en
los distintos personajes, eligiendo siempre bien —incluso, cuando la historia
lo exige, te relata más de una vez la misma escena, según la ven los distintos
personajes; 2) “montaje” preciso, es decir, domina cómo y cuándo cortar y
empalmar escenas para maximizar la tensión del relato; 3) oficio extraordinario
para dosificar perfectamente el humor —que no los chistes— con los momentos de violencia extrema (no todo es comedia: las diez primeras páginas son
un buen ejemplo de un par de asesinatos a sangre fría); 4) diálogos, diálogos,
diálogos.
Pensando en un cierre, me vino a
la mente una entrevista a Abelardo Castillo que está en Taller de Corte & Correción, el indispensable libro del máster Marcelo
di Marco. Allí hablan de los “autores menores”, de la “literatura menor”: específicamente,
mencionan a Stephen King. El enorme Castillo dice ahí que de tipos como King
“un escritor serio puede aprender muchos procedimientos o trucos”. Razonaba que
eso es posible porque, a diferencia de a un Tolstoi, a King, “que no es un gran
escritor”, sí se le notan los trucos.
Y lo importante, lo aprendible de King
era que, como todo escritor masivo, “recuperaba para la literatura algo
primordial: la aptitud para narrar, la capacidad de hacer interesante un tema”.
Exactamente eso es lo que yo
pienso de Elmore Leonard.
(*): hay peli de Killshot,
con Mickey Rourke como el Pájaro. No la vi.
Traducción: Catalina Martínez Muñoz
2/12
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