Gorreó un
cigarrillo a la camarera. Un Marlboro. Arrancó el filtro, lo tiró al suelo y se
lo colocó entre sus labios exangües. Ella se lo encendió, inclinándose hacia él con el pecho sobre la barra, como un ofrecimiento. Una vez encendido, asintió,
dejó una moneda de diez centavos en la barra y se largó sin decir palabra.
Ella le
siguió con la mirada, roja de rabia, y arrojó la moneda a la basura. Media hora
después, cuando la otra camarera le dijo algo, la llamó perra.
(Richard
Stark, A quemarropa, Barcelona, RBA
Libros, 2011, pg 17)
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