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lunes, 12 de mayo de 2014

La textura del mundo

Nunca has oído una sirena hasta que sabes que te está buscando. Entonces la oyes de veras y sabes lo que es y entiendes que el hombre que la inventó no era un hombre, sino un demonio del infierno que juntó y mezcló ciertos sonido de un modo que te paraliza y te descompone. Si estás sentado en el living, oyes una sirena y un ruido pequeño y solitario y solo tienes que aguantarlo hasta que se desvanece. Pero cuando te persigue, es la textura del mundo. Lo oyes hasta que te mueres. Te desgarra como si un torno te taladrara un nervio y se expande mientras te perfora. Me alegra no tener que volver a escuchar otra sirena. Me alegra que nadie más vuelva a cazarme y que haya terminado con las fugas y el ruido de las sirenas que me persiguen.


(Elliott Chaze, Mi ángel tiene alas negras, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2013, pág 167)

domingo, 11 de mayo de 2014

Puntería de ama de casa

—¿Alguna vez disparaste una de estas, nena?
—No, pero debe ser como apuntar con el dedo.
—Así es. Dicen que por eso, cuando lees la noticia de que un ama de casa le disparó al marido, el tipo no se levanta más. Las mujeres no complican los disparos con cosas raras. Un ama de casa suele tener mucha práctica en apuntarle al marido con el dedo cuando llega tarde por la noche. Y cuando se irrita de veras y usa una pistola en vez del dedo, le pega donde duele.
—Yo no soy ama de casa.
—No, pero tienes algunos síntomas.


(Elliott Chaze, Mi ángel tiene alas negras, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2013, pág 124)

sábado, 10 de mayo de 2014

Razones para no ser un caballero

Fue a la cocina y se preparó un trago fuerte. Estaba casi rojo de bourbon. Lo llevó al diván y se sentó, y el cordel volvió oscilar.
—Tim, no vuelvas a portarte como un caballero —dijo al rato—. Como cuando estábamos en el jardín y te apunté con la manguera. Me dio ganas de vomitar al verte goteando y sonriendo como si te hubiera hecho un favor. Por amor de Dios, no te conviertas en un caballero.
—No temas. Por otra parte, ¿no estás abusando del trago? Creí que eras la chica de los contrastes. Una vez me dijiste que beber era como hacer el amor, tenías que abstenerte un tiempo para disfrutarlo.
Río entre dientes.
—¿De veras dije eso?
—De veras.
—Volviendo a lo del caballero... —Agitó el vaso—. Quiero que quede bien claro. Puedo aguantar cualquier cosa menos a un caballero. He pasado mucho tiempo con ellos, demasiado, y sé por qué lo caballeros son lo que son. Deciden ser así después de probar todas las cosas reales sin lograr nada. No lograron nada con las mujeres. No lograron plantarse con firmeza y actuar como hombres. Así que se volvieron caballeros. No lograron ser individuos, y una mañana se dijeron: “¿Qué puedo ser que no me cause problemas y no signifique nada, pero aún así haga que todos me admiren?”. La respuesta es sencilla. Sé un caballero. Tómate la vida con calma, llora para tus adentros, y con la voz bien modulada.
Encendí un cigarrillo y soplé el humo contra la palma de mi mano, mirando cómo se achataba y se propagaba a la luz de la lámpara. No dije nada.
—Un caballero es un felpudo que ya no raspa la suela —rezongó Virginia—. Míralos a veces. Incluso usan ropa de felpudo: lanuda.
Sonreí. Recordé la lana Harris. Sin duda esa mujer sabía algo sobre lana Harris.
Puso el trago en el piso y se alejó del diván, todo en un movimiento fluido, y luego me besó y pensé que me arrancaría cada mechón de pelo de la cabeza. La alcé y la llevé por el comedor y por el oscuro pasillo que conducía al dormitorio del fondo. La punta de sus sandalias raspaban el empapelado del pasillo con un susurro.
La arrojé en la cama y ella sonrió. Dediqué las tres horas siguientes a demostrar que no era un caballero ni tenía intenciones de serlo.


(Elliott Chaze, Mi ángel tiene alas negras, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2013, pág 95)

viernes, 9 de mayo de 2014

Una mujer llorando

Le tembló la boca. Estiré la mano y le toqué el pelo y le aferré la cola de caballo, suavemente, sin saber qué haría. Y de algún modo ese cabello cobró vida en mi puño y algo se desplazó de él a mi muñeca y mi brazo hasta llegar a mi pecho, donde realmente vivo.
—Virginia, no quiero matarte.
La puse boca arriba y la besé y ella me rodeó el cuello con los brazos y se puso a llorar contra mi boca. Un llanto intenso y salado. Y yo hablaba, hablaba más que nunca desde que era niño, y le contaba cosas que nunca creí que le contaría a nadie. Mis sueños con la cara de Jeepie deshecha sobre el muro de la prisión. Y por qué burbujeaba. Y que Jeepie siempre repetía una y otra vez su plan del remolque y a veces su cara parecía un pozo rojo, y el pozo nunca estaba quieto. Y le conté por qué de noche me paseaba oliendo el aire y yendo al arroyo, que el mero espacio y el movimiento eran un lujo para mí y nunca obtendría lo suficiente aunque viviera cien años. Le conté que había pasado treinta y cuatro meses en el centro de prisioneros japonés de la isla de Luzón, encerrado en el calor y la mugre con diez mil más, y que enterraban vivos a los débiles, los que estaban tan débiles que no podían trabajar, ni siquiera apartar la tierra para sentarse en sus tumbas. Le conté que había obtenido mi medalla de licenciamiento honroso y había vuelto a casa y había vendido artículos de oficina hasta que metí la pata y terminé en Parchman con Jeepie, Thompson y los demás, y que en Parchman había decidido que estaba harto de estar encerrado y harto de ser pobre.
Virginia seguía llorando.
Habrás leído que es terapéutico tumbarte en el diván de un psiquiatra y recitar tus problemas. No te engañes. Si quieres hacerlo de veras, reemplaza el diván por una mujer joven que esté llorando a lágrima viva.
Me olvidé de lo recio que creía que era. Volví a la época en que era un niño con manchas de pasto en las rodillas y mi padre era un dentista rural que se embriagaba y me atosigaba con su llanto. Porque sus deudas eran cada vez más grandes y cada vez tenía menos pacientes. Él no podía llorarle a mi madre porque ella odiaba el olor que tenía. Le conté a Virginia que él apoyaba la cara en la mesa de trabajo y sollozaba, y cuando alzaba la cabeza tenía trozos de oro pegados a la mejilla, el oro que usan para rellenar muelas, que viene en láminas y se corta con una tijera. Le dije que una vez mi padre y yo nos habíamos emborrachado juntos cuando salí del Ejército y él derritió mi medalla de licenciamiento honroso y la usó para rellenarme una muela y desde entonces hasta el día en que murió la llamamos la muela del licenciamiento honroso. No perdí la cabeza y fui a la cárcel hasta que él murió. Parloteaba sin cesar y mi idea del infierno sería que ahora me proyectaran una película con toda esa cháchara. Quizá a los veintisiete seas muy joven para morir, pero no para morir como un hombre. Y si alguien supiera que aquella noche en las montañas gemí como una oveja enferma, me volaría los sesos.


(Elliott Chaze, Mi ángel tiene alas negras, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2013, pág 60)

lunes, 5 de mayo de 2014

Dos a quererse


Mi ángel tiene alas negras, Elliott Chaze

Pensando en los grandes libros y en las tramas simples se me vino la imagen de un par de vías de tren. Una trama puede ser como las vías de un tren: sencilla, recta, plana. Hasta repetida. Sin embargo, sobre esa vía puede correr desde una modesta zorra, hasta un lujoso tren de pasajeros o un infinito convoy de carga, impulsado por varias locomotoras poderosas. Eso es lo que importa: la historia que se cuenta, que va arriba de esa trama sencilla. Y todo eso lo pensaba a propósito de esta pequeña joya que es Mi ángel tiene alas negras.

Tim Sunblade es el antihéroe de esta historia. Es un muchacho de veintisiete años, sureño, que estuvo preso, que fue operario petrolero y soldado en el Pacífico, y que está “harto de ser pobre”. En el sur de Louisiana conoce a Victoria, una prostituta. No tardan en emprender juntos un viaje “a cualquier parte”. Pero resulta que no es tan cualquiera: es Denver, en Colorado, donde Tim piensa ejecutar su plan para el robo a un camión de caudales. Como resulta que Victoria también está huyendo, le viene bien asociarse con Tim para dar el golpe y cambiar la suerte. Digamos que, hasta acá, es una trama de tantas, motorizada por el dinero y el sexo. Una par de vías sobre las que Chaze lanza a correr su tren, la historia que quiere contar: una historia de amor y de derrota.

Porque Mi ángel tiene alas negras es eso y no otra cosa: la historia de un amor extraño. Enroscado, con vaivenes de tormenta, con desconfianza y desenfreno, pero amor al fin. Claro que contado en clave de novela negra: con un protagonista perdedor y una mujer fatal, atrapados en una sociedad que no sólo se ríe de sus desventuras sino que los invita al delito, en la creencia de que la libertad está en nadar un mar de billetes, ¿qué otra cosa puede ser si no una novela negra?

Y una de las buenas, en este caso. De esas que uno agradece cuando se le cruzan en el camino. Porque encontrarse con un estilo como el de Chaze, y con una traducción como la de Carlos Gardini —ese gran escritor argentino cuyas traducciones me hicieron amar a Ellroy— es cualquier cosa menos frecuente. Una escritura depurada, con brillo poético en las descripciones, perfecta para moldear y pulir estos personajes sólidos. Con la voz de Tim como narrador en primera persona, con el humor justo que se destila del cinismo y la ironía manejados con maestría, Chaze nos lleva a ver los corazones desgarrados de este dúo, cruzando medio país hasta alcanzar el más melancólico de los finales.

Una novela brillante de un autor desconocido —aun cuando Elliott Chaze fue un narrador y periodista prolífico y de culto en su país, esta sería su única obra traducida al castellano—, que se convierten en el secreto negro mejor guardado del excelente catálogo que está construyendo La Bestia Equilátera.

Traducción: Carlos Gardini

3/14

Seguí pinchando: Por el vuelo de su estilo, por los personajes, por el viaje hacia “cualquier parte”, si te interesó esta obra, tal vez te interese conocer a otro autor de culto comentado aquí: Marc Behm, en especial su novela La mirada del observador.