Le tembló la boca. Estiré la mano y le toqué el pelo y le
aferré la cola de caballo, suavemente, sin saber qué haría. Y de algún modo ese
cabello cobró vida en mi puño y algo se desplazó de él a mi muñeca y mi brazo
hasta llegar a mi pecho, donde realmente vivo.
—Virginia, no quiero matarte.
La puse boca arriba y la besé y ella me rodeó el cuello
con los brazos y se puso a llorar contra mi boca. Un llanto intenso y salado. Y
yo hablaba, hablaba más que nunca desde que era niño, y le contaba cosas que
nunca creí que le contaría a nadie. Mis sueños con la cara de Jeepie deshecha
sobre el muro de la prisión. Y por qué burbujeaba. Y que Jeepie siempre repetía
una y otra vez su plan del remolque y a veces su cara parecía un pozo rojo, y
el pozo nunca estaba quieto. Y le conté por qué de noche me paseaba oliendo el
aire y yendo al arroyo, que el mero espacio y el movimiento eran un lujo para
mí y nunca obtendría lo suficiente aunque viviera cien años. Le conté que había
pasado treinta y cuatro meses en el centro de prisioneros japonés de la isla de
Luzón, encerrado en el calor y la mugre con diez mil más, y que enterraban
vivos a los débiles, los que estaban tan débiles que no podían trabajar, ni
siquiera apartar la tierra para sentarse en sus tumbas. Le conté que había obtenido
mi medalla de licenciamiento honroso y había vuelto a casa y había vendido
artículos de oficina hasta que metí la pata y terminé en Parchman con Jeepie,
Thompson y los demás, y que en Parchman había decidido que estaba harto de
estar encerrado y harto de ser pobre.
Virginia seguía llorando.
Habrás leído que es terapéutico tumbarte en el diván de un
psiquiatra y recitar tus problemas. No te engañes. Si quieres hacerlo de veras,
reemplaza el diván por una mujer joven que esté llorando a lágrima viva.
Me olvidé de lo recio que creía que era. Volví a la época
en que era un niño con manchas de pasto en las rodillas y mi padre era un
dentista rural que se embriagaba y me atosigaba con su llanto. Porque sus
deudas eran cada vez más grandes y cada vez tenía menos pacientes. Él no podía
llorarle a mi madre porque ella odiaba el olor que tenía. Le conté a Virginia
que él apoyaba la cara en la mesa de trabajo y sollozaba, y cuando alzaba la
cabeza tenía trozos de oro pegados a la mejilla, el oro que usan para rellenar
muelas, que viene en láminas y se corta con una tijera. Le dije que una vez mi
padre y yo nos habíamos emborrachado juntos cuando salí del Ejército y él
derritió mi medalla de licenciamiento honroso y la usó para rellenarme una
muela y desde entonces hasta el día en que murió la llamamos la muela del
licenciamiento honroso. No perdí la cabeza y fui a la cárcel hasta que él
murió. Parloteaba sin cesar y mi idea del infierno sería que ahora me
proyectaran una película con toda esa cháchara. Quizá a los veintisiete seas
muy joven para morir, pero no para morir como un hombre. Y si alguien supiera
que aquella noche en las montañas gemí como una oveja enferma, me volaría los
sesos.
(Elliott Chaze,
Mi ángel tiene alas negras, Buenos
Aires, La Bestia Equilátera, 2013, pág 60)
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