miércoles, 25 de febrero de 2015

Rumanas y cundas

Antonio Trigo (el marica agredido) entra en el bar de la Pepi y se sienta en la parte de la barra en la que siempre suele sentarse: está vez se pide un té con limón y mira los bollos que hay en el mostrador: no sabe si pedirse un cruasán o esperar ya la cena: suena el runrún de la televisión: alguien que llega después va diciendo que a los dos chavales que trabajan en la ferretería (los que atacaron a Antonio) los han encontrado en una orilla del río con sendos balazos en el ano: Antonio Trigo da un sorbito a su té con leche y decide que sí, que se tomará un cruasán. Maximiliano Luminaria salía del hospital a las tres de la mañana cuando (precisamente cerca del barrio del canódromo) se encontró (en un portal) a un hombre que estaba en cuclillas, encogido, llorando desesperadamente: se acercó a él para preguntarle qué le pasaba y se dio cuenta de que ir al señor Mondelo: le puso una mano en el hombro, le dijo que él era el doctor Maximiliano Luminaria y lo tranquilizó: estuvieron hablando en el portal más de quince minutos y después el doctor Maximiliano Luminaria lo convenció para que pasara la noche en su casa. Marcelo Saravia llama por teléfono a Cara de Rata y le dice que una de las rumanas ha intentado escaparse otra vez: le dice que consiguió alcanzarla en el bosque pero que la hija de puta tenía un espray de pimienta y casi lo deja ciego: le dice que después se recuperó y que volvió a perseguirla: le dice que la alcanzo otra vez y que le soltó una bofetada y que: no sé, se debió de dar en la cabeza con una piedra, porque la puta de ella se ha quedado seca, joder: Cara de Rata dice: ¿está muerta?: Marcelo Saravia responde que sí: al otro lado del teléfono Cara de Rata resopla y piensa: luego dice: esto no le va gustar nada al Montenegrino: y añade: joder, ¿tú sabes cuánto dinero le hace perder esto? Dicen que los cundas nacieron de los taxistas jubilados a los que no les llegaba la pensión para mantener a la familia, pero no es cierto: el cunda nació en el descampado de los gitanos del barrio de Carabanchel cuando César Ugarte vio cómo cientos de yonquis llegaban caminando para comprar droga: después supo que llegaban de todos los rincones de Madrid y se le ocurrió que él podría traerlos: aparcaba en Cibeles y montaba a los yonquis de cuantro en cuatro: no arrancaba hasta que el coche estaba lleno: todo los yonquis debían pagar la misma cantidad.


(David Llorente, Te quiero porque me das de comer, Barcelona, AlRevés, 2014, pág 209)

martes, 24 de febrero de 2015

Tiene una mirada que da miedo

Las lágrimas, los mocos, la sangre, saliva, el semen, la orina, las heces, la bilis, el sudor, el pus, la cera, el flujo, las legañas, las flemas. En la pensión La Cigüeña (al menos tres veces por semana) se encuentran Marcelo Saravia y Greta Santamaría: entran por separado, con una diferencia de 15 minutos, se juntan en la habitación número 5 y hacen el amor: él está casado: ella nunca le pregunta si va a dejar a su mujer: ¿para qué?: los papeles de cada uno están bien claros. El Consejo de Ministros deniega el indulto al ex teniente coronel Antonio Tejero, aunque le concede la libertad al permitir su paso al tercer grado penitenciario en régimen abierto. Nicolás Redondo anuncia que deja la Secretaría General de la Unión General de Trabajadores tras haberla ocupado durante dieciocho años. El Congreso aprueba por unanimidad la ampliación del Mercado Único con Noruega, Finlandia, Suecia y Austria. El señor Damián (informática) tumba a su hijo de una hostia: le dice: todos los días me dejas en ridículo en el colegio: luego (da un portazo) sale de casa: su hijo (la mejilla ardiendo) tentea el suelo del salón hasta encontrar (rotas) la gafas. A Max Luminaria no le fueron mejor las cosas cuando entró en el instituto: intentó hacerse un amigo, pero (no fumaba, no bebía, no molestaba a las chicas, era malo en gimnasia, se sentaba en la primera fila, le gustaba la música clásica, escuchaba más que hablaba) todos le dieron la espalda: las chicas también: tiene una mirada que da miedo, decían.

(David Llorente, Te quiero porque me das de comer, Barcelona, AlRevés, 2014, pág 14)


miércoles, 18 de febrero de 2015

Pánico y locura en Carabanchel

Te quiero porque me das de comer, David Llorente

Como bitácora de lecturas que es este blog, debo dejar constancia de que la obra de Llorente también ha pasado por aquí. Sin embargo, consciente de lo mucho, pero mucho, que se ha escrito sobre esta novela (*), me pregunto si estoy en condiciones de agregar algo más. Me respondo que es difícil, pero lo voy a intentar. Breve, lo prometo.

Una de las cosas buenas de esta novela deslumbrante, hipnótica es que exige al lector. Especialmente al comienzo, hasta entender que lo que propone Llorente no es ruido sino música. Como en una sinfonía, hay que escuchar todos los instrumentos juntos para disfrutar del sistema.

Se ha hablado mucho de simultaneidad al tratar de describir la forma en que está escrita. No me convence esa palabra, al menos en el sentido que se le ha dado, incluso en la contratapa. Narrar sucesos que ocurren simultáneamente no es un invento de Llorente ni mucho menos. Parece trivial aclararlo, pero conviene. Hemos leído infinidad de novelas en las que las tramas suceden al mismo tiempo. Pero no es eso lo que resulta novedoso en la propuesta de Llorente: lo que él hace —administrando con maestría una complejidad suficiente para enloquecer a cualquier autor—, es entretejer textos. No narra “sucesos simultáneos”, sino que “narra simultáneamente sucesos (simultáneos o no)”. El resultado es un continuo envolvente que arrastra al lector. Desde luego, Llorente echa mano de todas las herramientas disponibles para lograr ese efecto, incluso de la valiosísima puntuación.

Hay quienes piensan que Llorente ha inventado la pólvora nuevamente. Me resulta exagerado. En cambio, sí es justo valorar que ha tomado un riesgo cuando optó por esta estructura para narrar una novela de género: le ha salido más que bien a él y al género mismo, enriquecido por esta intervención.

Pero esta novela dura, roñosa, explícita y, en algún punto, vergonzante, no tiene su único mérito en la forma. A la misma altura está su contenido. Las infinitas subtramas que se abren y cierran permanentemente, con sus monstruosos protagonistas, conforman ese Jardín de las Delicias aterrador cuyos detalles y recovecos llevan al lector a contemplar el todo, el verdadero Protagonista con mayúscula: el barrio de Carabanchel. Es decir, el mundo del siglo XXI.

Te quiero porque me das de comer es una joya que brilla tanto por su trama como por su estructura, por su forma como por su contenido. Es en la combinación de ambos aspectos (¿acaso se puede, tiene sentido, pensarlos separados?) lo que hace de esta locura de novela una lectura imprescindible entre las novedades del 2014.

10/14

(*): como ejemplos, las reseñas publicadas por algunos blogueros conocidos: el amigo Aramys, Jesús Lens y Sergio Torrijos.


Seguí pinchando: no hay nada parecido en cuanto a la forma. Sin embargo, en la Cámara Gesell de Saccomanno se respira el mismo aire viciado que en este Carabanchel. Y ya que estamos, ¿por qué no mirar el barrio de gitanos y chabolas que crea Aníbal Malvar aquí?

domingo, 15 de febrero de 2015

Jornalero del juego

Cos arrojó un papel sobre el mostrador.
—Morlans —me informó, alejándose por el pasillo con Perro, su gato gris, en brazos.
Descolgué el teléfono. Mientras marcaba el número escrito en el papel, fijé mis pensamientos en el Pequeño.
Había topado con él hacía un par de años. Un sujeto de por ahí, un jornalero del juego. Sus manos hacían cualquier cosa sin que tu vista se enterara. Lo que sacaba en el tapete se lo dejaba las tragaperras, la lotería, o el bingo. Engañaba a todo el mundo, incluido a Maza, su socio. No me importaba, le conocía muy bien, no me importaba mientras me reportará beneficios.
—¿Pequeño? Soy Maza. Tengo tu nota. ¿Qué pasa contigo?
—¿Dónde te metes, socio?
—¿Qué ocurre?
—En el Alhambra. Cortaremos oreja, socio. Mañana.
—¿El Alhambra de Torrijos?
—De Torrijos. Ponte un oficio y un nombre, socio.
—¿Otro?
—Sí, uno nuevo. Es tu póliza contra la desgracia.
—¿Viajante?
—… Almacenista de piensos. Y un nombre, socio. Que no sea Morlans.
—De vinos, mejor, almacenista de vinos, de piensos sólo conozco la comida para perros… ¿Albero?
—Albero almacenista de vinos. Dale cuerda al reloj.
Colgamos.
Era la cita para una partida. Yo actuaba como gancho de Morlans, por el 20% de las ganancias. Algo sencillo, sin grandes riesgos, me sacaba un sobresueldo. Pero la buenas partidas escaseaban.

(Julián Ibáñez, Entre trago y trago, Barcelona, Alrevés, 2010, pág 51)


sábado, 14 de febrero de 2015

Bienvenida al Oasis

Aquel verano sólo trabajaban para mi dos portuguesas, Sonia y Berta, dos cadáveres detrás de la barra, que entendían bien el español, no se pasaban con los tragos y hacían pipas lejos de El Oasis, pero no dejaban de ser como tantas otras chicas, y un club, si quiere tener clientes entre semana, necesita algo exótico.
Me dirigí a la negra.
—¿Tienes un nombre?
—Se llama Bemba-Balé —respondió el guardia por ella.
—Si no habla no me sirve.
—Habla también como tú y como yo.
—¿Sabes llenar una copa de una botella? —me dirigí a la negra de nuevo.
—Sabe de todo —intervino su mentor.
—Cuando le pregunto quiero escuchar su voz.
 La estudié de nuevo. Le hice otra oferta al guardia civil: diez billetes por la chica y las ganancias a medias. Era una buena oferta. El tipo lo pensó. Con la mirada perdida, el tricornio bien colocado y la carpeta en la mano, parecía un representante de cafés solubles. Un pequeño intercambio de cifras y cerramos el trato, el contrato de “condominio”: ya no tenía que soltar los diez billetes y él se quedaba con el 70% de lo que tarifara, dentro del club, nuestro “condominio”, pago semanal.
No era un mal negocio: una negra, aún en los huesos, con los pies gigantes y la dentadura de caballo, le daría un toque de calidad a El Oasis. Cuando dejara de ser una novedad y no atrajera clientes, le regalaría un billete de ida para la selva.

(Julián Ibáñez, Entre trago y trago, Barcelona, Alrevés, 2010, pág 15)


viernes, 13 de febrero de 2015

Estilizado

—¿Qué era eso, un reflejo o una mujer? —me llegó el graznido del chico.
Era una mujer. Gitana. Lo deduje por la bolsa, llamativa, anticuada; por la falda holgada, hasta los tobillos, con volantes, de un tono verde lima pero con grandes flores pastel; por el pelo negro azabache, estirado recogido en la nuca para caer sobre la espalda; y por los grandes incensarios dorados balanceándose de sus orejas. Logré vislumbrar su tez morena, sus rasgos afilados, aunque me resulta difícil definirlo con precisión en aquella visión fugaz. Un niqui malva se pegaba a su piel.
Una mujer increíblemente atractiva. Fue su cuerpo lo que me golpeó con fuerza.
“Estilizado”. Estilizado fue la primera palabra que me vino a la mente, no conozco otra que exprese algo similar, y no me refiero a un término artístico, de dibujante cuya primera copa del día es un vaso de leche desnatada, tampoco a esa estilización quebradiza de tipo chino o japonés, sino a algo más intenso. Me vino a la mente la palabra “juncal”, algo relacionado con la naturaleza, con espacios abiertos y con frescor, un cuerpo esbelto y vigoroso, de movimientos elásticos y precisos.

(Julián Ibáñez, Entre trago y trago, Barcelona, Alrevés, 2010, pág 6)


lunes, 9 de febrero de 2015

Por los caminos del País Ibáñez

Entre trago y trago, Julián Ibáñez
Julián Ibáñez es uno de los más grandes escritores de novela negra en español. Empecemos poniéndonos de acuerdo en eso. Admito que me costó entrarle. No fue un amor a primera vista aquello con La miel y el cuchillo. Después pasó Giley y ahora, luego de Entre trago y trago, ya estoy para afirmar eso que muchos: que Ibáñez es de los grandes de verdad.

En esta novela conocemos a Maza. Es el narrador, un buscavidas que regentea El Oasis, bar de alterne, de esos de carretera secundaria, que se está viniendo abajo de a poco. También tiene otras changas: participa en partidas de cartas amañadas y transporta chicas africanas y portuguesas desde la frontera con Portugal hasta las subastas que las repartirán en otros varios antros como el suyo. “Las chicas podían ir y venir a su antojo; en teoría, nosotros reteníamos su documentación hasta tener amortizada la inversión”, ese tipo de ambiente.

En una subasta, Maza encuentra a una gitana que lo deslumbra. Se llama María, y él la conoce de un encuentro previo: ella es quien le robó la billetera en un baño de estación. Ya de entrada Maza sospecha a qué oscuros rincones lo va a arrastrar semejante mujer. Pero así y todo, se endeuda y la compra, para traerla a trabajar al Oasis. El asunto es que María desaparece con la recaudación y con el auto, dejándole una deuda con acreedores de esos a los que nunca conviene incomodar. Maza está en serios problemas.

A través de las rutas de La Mancha, esa inhóspita meseta polvorienta y ardiente al suroeste de Madrid, irá Maza. Confundido y desesperado, enredándose a más no poder en los manejos turbios de los gitanos, de traficantes de toda laya y mercancía, de guardias civiles corruptos, mientras persigue a la inalcanzable María.

Entre trago y trago, novela corta y cruda, vuelve a llevarnos a los paisajes y personajes que son marca registrada de don Julián. Porque, al igual que un pintor que experimenta variaciones sobre un mismo motivo, Ibáñez vuelve a escribir una y otra vez la misma historia. Incluso con similitudes en argumentos y estructura y personajes. Esto no lo digo yo, sino que lo ha admitido el propio autor en alguna entrevista. Y sin embargo, una y otra y otra vez, como lector, estaré dispuesto a volver a leerlo, a que me lleve a esos lugares sórdidos, de cartas marcadas y mujeres tramposas: el País Ibáñez.

Participante de la misma generación que hizo grande a la novela negra española, esa que explotó en los ochenta con gigantes como Juan Madrid y Andreu Martín, Julián Ibáñez ha construido un lenguaje propio y único, que es moderno y actual, pero alejado de lo urbano. Más Cain o Thompson que Chandler. Me arriesgo a decir que lo de Ibáñez tiene, consciente o no, algo de estrategia: es como si, en lugar de ampliar horizontes para hablar de lo universal, él hubiera elegido estrechar el foco de su narrativa, perfeccionarlo, pulirlo a espejo. Similares estructuras argumentales, los mismos paisajes y personajes, a los que conoce hasta el hueso: una máquina perfecta que ha ido ajustando a lo largo de los años. Y que hoy brilla, sin duda alguna, en el lugar de los más grandes autores del género.

10/14


Seguí pinchando: Para más de don Julián, en este blog ya está el comentario de Giley. Tampoco vendría mal que te metieras con lo que por acá tenemos de los otros monstruos, Juan Madrid y Andreu Martín.

domingo, 8 de febrero de 2015

Cámara lenta

Sabía que todo había llegado a su clímax y me aparté. Barbara se incorporó de golpe y me miró desde la cama. Entonces oí cómo se abría la navaja automática que tenía en la mano. Lo único que recuerdo es el odio que sentimos cuando se cruzaron nuestras miradas, y seguía sin saber de dónde venía esa sed de venganza que llevaba dentro, incluso en el último momento en el que la hoja se echó hacia atrás con un chasquido seco y brilló mientras volaba por el aire, porque ya me la había lanzado, jugando así su última gran carta. Me quedé tan absorto mirando el arma que se me antojó que volaba hacia mí a cámara lenta. Me di cuenta, por ejemplo, de que el mango era negro. La mano derecha de Barbara se había quedado inmóvil, con el dedo índice todavía levantado, torcido, doblado, señalándome. Vi claramente la uña de color carmín de ese dedo y me pregunté cuánto hacía que se la había repintado. Su rostro reflejaba odio y desafío; me devoraba con la mirada y me vino la imagen tonta del patio de mi escuela, repleto de caras bélicas que no tenían dónde ir, que no tenían nada que esperar. Harvey no se había movido; la jugada de la navaja lo había cogido por sorpresa. Pero ahora era perfectamente consciente del peligro que corría, compartiendo su vida con una mujer que se iba a dormir con una navaja bajo la almohada. Todavía estaba apoyado en la cabecera de la cama, sin haber alterado el semblante, mirándome fijamente. Entonces empezó palidecer y se quedó boquiabierto, más de un lado de la boca que del otro.
Cuando la navaja medio justo en medio de la garganta, el principio no sentir dolor. Fue una sensación muy extraña la de ver el mango que me salía por debajo de la barbilla. Hice ademán de sacármemela con la mano, pero de forma casi graciosa. Entonces me noté debilitado por la impresión.

(Derek Raymond, Murió con los ojos abiertos, Barcelona, Ámbar, 2009, pág 278)


sábado, 7 de febrero de 2015

Jóvenes en un bus

Ayer, después de pasar tres días y tres noches, tumbado en el colchón, esperando que Barbara volviera casa, no aguanté más y me fui al Agincourt donde me emborraché. Luego cogí un autobús que me llevó al centro y me puse a escuchar a dos jóvenes de clase media que estaban sentados al otro lado del pasillo, en el piso de arriba, hablando con el nuevo acento de Wapping que ahora se ha puesto tan de moda. Seguramente estaban enamorados; cada vez que el autobús doblaba una esquina, aprovechaban para apretujarse con remilgo, una reproducción pobre del amor de verdad. Uno le estaba contando el otro cómo le habían ido las vacaciones en Francia, donde había presenciado por primera vez en su vida cómo se mataba a un animal: ocho truchas que murieron de un golpe en la cabeza a manos de una campesina. El otro comentó:
—¡Anda! Igual que un atraco callejero, ¿no?
De repente, me di cuenta de forma violenta de que el mundo estaba perdido. Eran los chicos tranquilos de casas progres que hablaban con un acento repelente, el futuro de nuestra raza: eran propalestinos y siempre iban a votar a gente amable. No les quedaba clase, no tenían raíces, todo eso había sido erradicado con la educación. Se movían con una indecisión desafiante por un país que aseveraban conocer. Quien ya no lo conocía era yo.

(Derek Raymond, Murió con los ojos abiertos, Barcelona, Ámbar, 2009, pág 249)


viernes, 6 de febrero de 2015

Departamento de Muertes Inexplicadas

Pasaron los minutos y me puse a reflexionar sobre los comentarios mordaces que Bowman había hecho con respecto al Departamento de Muertes Inexplicadas. El hecho de que el A14 sea, con diferencia, la rama menos popular y más rechazada del cuerpo sólo demuestra, bajo mi punto de vista, que deberían haberlo creado hace años. No gustamos a eso rojillos progres que entran y salen de la política o se han quedado justamente en la periferia, pero alguien tiene que hacer el trabajo. Ellos no, desde luego. Tampoco gustamos a los uniformados, ni a la Brigada de Investigación Criminal ni al Servicio de Seguridad del Estado. Nos dedicamos a la muertes oscuras, insignificantes y en apariencia irrelevantes de personas que no importan y que nunca importaron. Nuestro departamento tiene el presupuesto más reducido, somos los últimos en la cola para cualquier asignación y el tema de ascensos va tan lento que pocas veces llegamos más allá del rango de oficial. Algunos acaban trasladándose de pura desesperación a otras secciones, pero tampoco tantos, y de los que quieren trasladarse, la mayoría lo piden poco después de llegar. Sabemos resolver crímenes con la misma habilidad que cualquier Bowman, sea cual sea nuestro rango, nómina o plan de pensiones. Lo que cambia es la actitud. Igual que Bowman, nos pasamos la vida examinando los rostros de hombres muertos, sus habitaciones, los motivos de sus amistades, si es que tenían, y de sus amantes y enemigos. Pero a diferencia de otros policías, nunca tratamos de justificarnos con la excusa de no tener personal suficiente, y nos importa un carajo si los casos que llevamos nunca salen en los periódicos ni se convierten en una búsqueda a nivel nacional. Cuando mi amigo, el oficial Macintosh, murió asesinado el año pasado a manos del hombre que había acorralado en un cuchitril en Edith Grove, a nadie se le ocurrió concederle una medalla póstuma. Para nosotros, ningún asesinato es fortuito y ningún asesinato es insignificante, aunque en una ciudad como esta los asesinatos estén a la orden del día.

(Derek Raymond, Murió con los ojos abiertos, Barcelona, Ámbar, 2009, pág 21)


lunes, 2 de febrero de 2015

El detective sin nombre

Murió con los ojos abiertos, Derek Raymond

Es verdad que ciertos caminos son inescrutables. Cómo explicar, si no, que a partir de la lectura de David Peace, por una entrevista a su traductor, Javier Calvo, haya llegado a este autor, absolutamente raro y bastante difícil de conseguir en castellano. Pero aquí estoy, conmovido por la lectura de Raymond, por la existencia de su detective sin nombre.

En un rincón oscuro del oeste de Londres alguien encuentra un muerto. Muerto y maltratado y con los huesos rotos. Bajo la lluvia, parece un borracho más, un indigente cuya muerte es irrelevante para el sistema. El caso lo toma un sargento del Departamento de Muertes Inexplicadas de la policía de Londres. El sargento no tiene nombre, y será el narrador de esta historia oscura, dolorosa, brutal.

La víctima (que sí tiene el largo nombre de Charles Locksley Alwin Staniland) resulta ser un atormentado escritor que ha dejado una especie de diario grabado en cintas. A lo largo de la investigación, el sargento sin nombre las escucha y se mimetiza, se identifica al extremo con él. Se obsesiona. Establece una relación enferma con Barbara, la mujer que fue el desvelo de Staniland. Recorre los mismos bares oscuros a los que Staniland iba a emborracharse. Y resuelve el misterio, aunque casi le cueste la vida y se lleve heridas imposibles de cerrar.

Murió con los ojos abiertos es la primera novela de la tetralogía de “La Fábrica” (así se conoce en ella al departamento de policía). Todas son protagonizadas por este detective sin nombre, marginal y solitario, que parece ser el único que se interesa por buscar justicia (o venganza) para los desclasados y los arruinados, aquellos que nunca tuvieron un futuro. Trabajando a la contra de un sistema que lo ignora y que, a decir verdad, parece resultarle indiferente: es él y el asesino, él y la víctima, él y el dolor y la oscuridad. En esta primera entrega, el hecho de que Staniland sea el escritor al que conocemos a través del relato de sus memorias, invita a pensar en lo autobiográfico. Derek Raymond también tuvo una vida de agitado trotamundos. Coqueteó con el hampa barriobajera de Londres, se radicó en Francia en los años cincuenta y viajó por Europa, traficando autos, pornografía y obras de arte, con sus cuatro matrimonios a cuestas, vuelto a Inglaterra para manejar un taxi, publicó la oscurísima serie de La Fábrica —su primera incursión en el género negro— durante la etapa más recalcitrante del thatcherismo. Algo que no parece casual en un autor que se define como libertario y cuyo existencialismo excede la proverbial boina que luce en casi todas las fotos de sus últimos tiempos. Violento, brutal y muy políticamente incorrecto, emparentado en más de un aspecto con James Ellroy, Raymond (cuyo nombre de nacimiento fue Robin Cook) es uno de los padres fundadores de la novela negra inglesa. Sin embargo, como suele pasar, él también fue un autor muchísimo más valorado en el polar francés que en su propio país.

La española Ámbar publicó en 2009 las dos primeras novelas de la serie, pero sus planes de completarla quedaron truncos. Se conoce sólo otra edición en castellano de la cuarta y última novela (la que, según muchos dicen, es también la mejor), Requiem por Dora Suárez, publicada en los noventa por Thassalia, y hoy prácticamente imposible de encontrar.

Traducción: Mario Sureda

10/14


Seguí pinchando: por la influencia que él mismo admite de Raymond, el link natural para seguir es el admirado David Peace, en especial el Red Riding Quartet. Ellroy también podría ser otro, pero más que nada por su “Cuarteto de Los Ángeles”, obra anterior a la única que está comentada en este blog.