Pasaron los minutos y me puse a
reflexionar sobre los comentarios mordaces que Bowman había hecho con respecto
al Departamento de Muertes Inexplicadas. El hecho de que el A14 sea, con
diferencia, la rama menos popular y más rechazada del cuerpo sólo demuestra,
bajo mi punto de vista, que deberían haberlo creado hace años. No gustamos a
eso rojillos progres que entran y salen de la política o se han quedado
justamente en la periferia, pero alguien tiene que hacer el trabajo. Ellos no,
desde luego. Tampoco gustamos a los uniformados, ni a la Brigada de Investigación
Criminal ni al Servicio de Seguridad del Estado. Nos dedicamos a la muertes
oscuras, insignificantes y en apariencia irrelevantes de personas que no
importan y que nunca importaron. Nuestro departamento tiene el presupuesto más
reducido, somos los últimos en la cola para cualquier asignación y el tema de
ascensos va tan lento que pocas veces llegamos más allá del rango de oficial.
Algunos acaban trasladándose de pura desesperación a otras secciones, pero
tampoco tantos, y de los que quieren trasladarse, la mayoría lo piden poco
después de llegar. Sabemos resolver crímenes con la misma habilidad que
cualquier Bowman, sea cual sea nuestro rango, nómina o plan de pensiones. Lo
que cambia es la actitud. Igual que Bowman, nos pasamos la vida examinando los
rostros de hombres muertos, sus habitaciones, los motivos de sus amistades, si
es que tenían, y de sus amantes y enemigos. Pero a diferencia de otros
policías, nunca tratamos de justificarnos con la excusa de no tener personal
suficiente, y nos importa un carajo si los casos que llevamos nunca salen en
los periódicos ni se convierten en una búsqueda a nivel nacional. Cuando mi
amigo, el oficial Macintosh, murió asesinado el año pasado a manos del hombre
que había acorralado en un cuchitril en Edith Grove, a nadie se le ocurrió
concederle una medalla póstuma. Para nosotros, ningún asesinato es fortuito y
ningún asesinato es insignificante, aunque en una ciudad como esta los asesinatos
estén a la orden del día.
(Derek Raymond,
Murió con los ojos abiertos, Barcelona,
Ámbar, 2009, pág 21)
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