—¿Qué era eso, un reflejo o una mujer?
—me llegó el graznido del chico.
Era una mujer. Gitana. Lo deduje por la
bolsa, llamativa, anticuada; por la falda holgada, hasta los tobillos, con
volantes, de un tono verde lima pero con grandes flores pastel; por el pelo
negro azabache, estirado recogido en la nuca para caer sobre la espalda; y por
los grandes incensarios dorados balanceándose de sus orejas. Logré vislumbrar
su tez morena, sus rasgos afilados, aunque me resulta difícil definirlo con
precisión en aquella visión fugaz. Un niqui malva se pegaba a su piel.
Una mujer increíblemente atractiva. Fue
su cuerpo lo que me golpeó con fuerza.
“Estilizado”. Estilizado fue la primera
palabra que me vino a la mente, no conozco otra que exprese algo similar, y no
me refiero a un término artístico, de dibujante cuya primera copa del día es un
vaso de leche desnatada, tampoco a esa estilización quebradiza de tipo chino o
japonés, sino a algo más intenso. Me vino a la mente la palabra “juncal”, algo
relacionado con la naturaleza, con espacios abiertos y con frescor, un cuerpo
esbelto y vigoroso, de movimientos elásticos y precisos.
(Julián Ibáñez,
Entre trago y trago, Barcelona,
Alrevés, 2010, pág 6)
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