Sabía que todo había llegado a su
clímax y me aparté. Barbara se incorporó de golpe y me miró desde la cama.
Entonces oí cómo se abría la navaja automática que tenía en la mano. Lo único
que recuerdo es el odio que sentimos cuando se cruzaron nuestras miradas, y
seguía sin saber de dónde venía esa sed de venganza que llevaba dentro, incluso
en el último momento en el que la hoja se echó hacia atrás con un chasquido
seco y brilló mientras volaba por el aire, porque ya me la había lanzado,
jugando así su última gran carta. Me quedé tan absorto mirando el arma que se
me antojó que volaba hacia mí a cámara lenta. Me di cuenta, por ejemplo, de que
el mango era negro. La mano derecha de Barbara se había quedado inmóvil, con el
dedo índice todavía levantado, torcido, doblado, señalándome. Vi claramente la
uña de color carmín de ese dedo y me pregunté cuánto hacía que se la había
repintado. Su rostro reflejaba odio y desafío; me devoraba con la mirada y me
vino la imagen tonta del patio de mi escuela, repleto de caras bélicas que no
tenían dónde ir, que no tenían nada que esperar. Harvey no se había movido; la
jugada de la navaja lo había cogido por sorpresa. Pero ahora era perfectamente
consciente del peligro que corría, compartiendo su vida con una mujer que se
iba a dormir con una navaja bajo la almohada. Todavía estaba apoyado en la
cabecera de la cama, sin haber alterado el semblante, mirándome fijamente.
Entonces empezó palidecer y se quedó boquiabierto, más de un lado de la boca
que del otro.
Cuando la navaja medio justo en medio
de la garganta, el principio no sentir dolor. Fue una sensación muy extraña la
de ver el mango que me salía por debajo de la barbilla. Hice ademán de
sacármemela con la mano, pero de forma casi graciosa. Entonces me noté
debilitado por la impresión.
(Derek Raymond,
Murió con los ojos abiertos, Barcelona,
Ámbar, 2009, pág 278)
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