Aquel verano sólo trabajaban para mi
dos portuguesas, Sonia y Berta, dos cadáveres detrás de la barra, que entendían
bien el español, no se pasaban con los tragos y hacían pipas lejos de El Oasis,
pero no dejaban de ser como tantas otras chicas, y un club, si quiere tener
clientes entre semana, necesita algo exótico.
Me dirigí a la negra.
—¿Tienes un nombre?
—Se llama Bemba-Balé —respondió el
guardia por ella.
—Si no habla no me sirve.
—Habla también como tú y como yo.
—¿Sabes llenar una copa de una botella?
—me dirigí a la negra de nuevo.
—Sabe de todo —intervino su mentor.
—Cuando le pregunto quiero escuchar su
voz.
La estudié de nuevo. Le hice otra oferta al
guardia civil: diez billetes por la chica y las ganancias a medias. Era una
buena oferta. El tipo lo pensó. Con la mirada perdida, el tricornio bien
colocado y la carpeta en la mano, parecía un representante de cafés solubles.
Un pequeño intercambio de cifras y cerramos el trato, el contrato de
“condominio”: ya no tenía que soltar los diez billetes y él se quedaba con el
70% de lo que tarifara, dentro del club, nuestro “condominio”, pago semanal.
No era un mal negocio: una negra, aún
en los huesos, con los pies gigantes y la dentadura de caballo, le daría un
toque de calidad a El Oasis. Cuando dejara de ser una novedad y no atrajera
clientes, le regalaría un billete de ida para la selva.
(Julián Ibáñez,
Entre trago y trago, Barcelona,
Alrevés, 2010, pág 15)
No hay comentarios:
Publicar un comentario