Cos arrojó un papel sobre el mostrador.
—Morlans —me informó, alejándose por el
pasillo con Perro, su gato gris, en
brazos.
Descolgué el teléfono. Mientras marcaba
el número escrito en el papel, fijé mis pensamientos en el Pequeño.
Había topado con él hacía un par de
años. Un sujeto de por ahí, un jornalero del juego. Sus manos hacían cualquier
cosa sin que tu vista se enterara. Lo que sacaba en el tapete se lo dejaba las
tragaperras, la lotería, o el bingo. Engañaba a todo el mundo, incluido a Maza,
su socio. No me importaba, le conocía muy bien, no me importaba mientras me
reportará beneficios.
—¿Pequeño? Soy Maza. Tengo tu nota. ¿Qué
pasa contigo?
—¿Dónde te metes, socio?
—¿Qué ocurre?
—En el Alhambra. Cortaremos oreja,
socio. Mañana.
—¿El Alhambra de Torrijos?
—De Torrijos. Ponte un oficio y un
nombre, socio.
—¿Otro?
—Sí, uno nuevo. Es tu póliza contra la
desgracia.
—¿Viajante?
—… Almacenista de piensos. Y un nombre,
socio. Que no sea Morlans.
—De vinos, mejor, almacenista de vinos,
de piensos sólo conozco la comida para perros… ¿Albero?
—Albero almacenista de vinos. Dale
cuerda al reloj.
Colgamos.
Era la cita para una partida. Yo actuaba
como gancho de Morlans, por el 20% de las ganancias. Algo sencillo, sin grandes
riesgos, me sacaba un sobresueldo. Pero la buenas partidas escaseaban.
(Julián Ibáñez, Entre trago y trago, Barcelona, Alrevés, 2010, pág 51)
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