Ayer, después de pasar tres días y tres
noches, tumbado en el colchón, esperando que Barbara volviera casa, no aguanté
más y me fui al Agincourt donde me emborraché. Luego cogí un autobús que me
llevó al centro y me puse a escuchar a dos jóvenes de clase media que estaban
sentados al otro lado del pasillo, en el piso de arriba, hablando con el nuevo
acento de Wapping que ahora se ha puesto tan de moda. Seguramente estaban
enamorados; cada vez que el autobús doblaba una esquina, aprovechaban para
apretujarse con remilgo, una reproducción pobre del amor de verdad. Uno le
estaba contando el otro cómo le habían ido las vacaciones en Francia, donde
había presenciado por primera vez en su vida cómo se mataba a un animal: ocho
truchas que murieron de un golpe en la cabeza a manos de una campesina. El otro
comentó:
—¡Anda! Igual que un atraco callejero,
¿no?
De repente, me di cuenta de forma
violenta de que el mundo estaba perdido. Eran los chicos tranquilos de casas
progres que hablaban con un acento repelente, el futuro de nuestra raza: eran
propalestinos y siempre iban a votar a gente amable. No les quedaba clase, no
tenían raíces, todo eso había sido erradicado con la educación. Se movían con
una indecisión desafiante por un país que aseveraban conocer. Quien ya no lo
conocía era yo.
(Derek Raymond,
Murió con los ojos abiertos, Barcelona,
Ámbar, 2009, pág 249)
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