sábado, 7 de febrero de 2015

Jóvenes en un bus

Ayer, después de pasar tres días y tres noches, tumbado en el colchón, esperando que Barbara volviera casa, no aguanté más y me fui al Agincourt donde me emborraché. Luego cogí un autobús que me llevó al centro y me puse a escuchar a dos jóvenes de clase media que estaban sentados al otro lado del pasillo, en el piso de arriba, hablando con el nuevo acento de Wapping que ahora se ha puesto tan de moda. Seguramente estaban enamorados; cada vez que el autobús doblaba una esquina, aprovechaban para apretujarse con remilgo, una reproducción pobre del amor de verdad. Uno le estaba contando el otro cómo le habían ido las vacaciones en Francia, donde había presenciado por primera vez en su vida cómo se mataba a un animal: ocho truchas que murieron de un golpe en la cabeza a manos de una campesina. El otro comentó:
—¡Anda! Igual que un atraco callejero, ¿no?
De repente, me di cuenta de forma violenta de que el mundo estaba perdido. Eran los chicos tranquilos de casas progres que hablaban con un acento repelente, el futuro de nuestra raza: eran propalestinos y siempre iban a votar a gente amable. No les quedaba clase, no tenían raíces, todo eso había sido erradicado con la educación. Se movían con una indecisión desafiante por un país que aseveraban conocer. Quien ya no lo conocía era yo.

(Derek Raymond, Murió con los ojos abiertos, Barcelona, Ámbar, 2009, pág 249)


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