Me levanté, la tomé de las muñecas, la
arranqué limpiamente de la cama y la solté. Cayó de cara y dejó escapar un
grito. Uno de sus pies se había enganchado en la colcha; al caer, la arrastró,
y en su contorsiones de dolor, la fue enroscando alrededor de su cuerpo. Se
había partido el labio superior y cuando se dio cuenta, intentó cubrirse la
cara con las manos; pero para entonces ya la colcha la apretaba firmemente y
ella, en su borrachera y su confusión, la apretaba cada vez más.
Manoteé la colcha, di un tirón,
levanté a Glenda del piso y la trompeé en pleno costillar. Dejó de gritar
porque no podía hacerlo y respirar al mismo tiempo. Revoleaba los ojos
enloquecida, sin saber muy bien lo que pasaba. La arrastré fuera del dormitorio
hasta encontrar el baño. La empujé a través del umbral, la así por la nuca y la
metí de cara en el agua de la bañera. Pero como tenía los brazos sujetos
por la colcha, se fue hacia adelante hasta hundirse totalmente. Un golpe de
agua salpicó una de las paredes laterales, inundó uno de mis zapatos y me mojó
los pantalones. Me incliné sobre la bañera y la saqué. La colcha se desprendió
y se extendió por la superficie del agua que quedaba. La rodilla de Glenda
chocó contra el borde de la bañera; abrió la boca con un rictus de dolor pero
no gritó. Una vez que estuvo de pie la senté en el borde de la bañera y
sujetándole las muñecas con una mano dejé la otra libre.
—Bueno. Ahora. Dime lo de la película.
Su cabeza se balanceaba de lado a lado. Tenía la mirada perdida. La abofeteé.
(Ted Lewis, Asesino implacable, Buenos Aires, Grupo
Editor de Buenos Aires, 1974, pág 120)
En el interior, el decorado era típico
de una película británica de categoría B, solo que mucho mejor iluminado.
La clientela creía ser selecta. Había
chacareros, propietario de estaciones de servicio, dueños de cadenas de
cafeterías, electricistas, constructores, dueño de canteras: la nueva Clase Media.
Y ocasionalmente, pero nunca con ellos, sus terribles retoños. Jóvenes que
piloteaban máquinas Sprite, de acento no muy refinado pero diez veces mejor que
el de sus padres, con sus botas de cabritilla, sus chaquetas de caza, sus
amigas educadas en colegios semi-distinguidos; probando la suerte de los
sábados, después de la cerveza en el Cisne Negro, con la esperanza de una buena
racha que acelere la realización de los sueños: un Rover para él, un auto pequeño
para ella, y el chalet moderno, estilo campesino, no lejos de la autopista,
para facilitar las compras en Leeds los fines de semana.
Mire a mi alrededor y vi a las esposas
de la nueva Clase Media. Ninguna vestida con elegancia. Ninguna que no diera la
sensación de estar enferma de celos o de envidia. De jóvenes, no habían poseído
nada; la suerte había llegado junto con la guerra, y el cambio las había tomado
tan de sorpresa que no podían dejar de ambicionar cada vez más, siempre
insatisfechas. Era esa clase de gente la que me convencía de que yo tenía
razón.
(Ted Lewis, Asesino implacable, Buenos Aires, Grupo
Editor de Buenos Aires, 1974, pág 52)
Teníamos que recorrer catorce kilómetros
en bicicleta, pero valía la pena. El Río ancho, tres kilómetros en algunas
partes, y las orillas siempre estaban desiertas; y nos gustaba más en el
invierno, cuando el viento soplaba bajo el ancho cielo gris y nosotros, bien
arropados, caminábamos a largos trancos a contra viento y sacábamos de repente
la escopeta para apuntar a la nada.
Fueron los mejores momentos que tuve
muchacho. Solo con Frank, a la orilla del río. Pero eso fue antes de que
empezara a detestarme, a odiarme por mi falta de escrúpulos.
Tampoco yo rebosaba, precisamente, de
amor fraterno antes de abandonar el pueblo.
Pero él siempre con esa cara de asco,
como si todo lo que yo hiciera fuese una mierda. Siempre dándole la razón a Pa,
aunque rara vez habría la boca. Pero me lo hacía entender por la forma en que
me miraba. Quizá por eso lo odiaba alguna veces: me daba cuenta de lo bien que creía
conocerme. Bueno, tenía razón. ¿Y qué c...? No había ninguna necesidad de que
se portase como se portaba. Cuando me empezó a odiar, yo era la misma persona
que había sido antes. Solo que había aprendido unas cuantas cosas. Y el que él no
viera esas cosas como la veía yo, eso era todo lo que le importaba de mí.
Cuanto menos se hablara de mí y conmigo, tanto mejor. No entendía que las
peloteras que se me armaban con papá se debían casi siempre a la forma en que
Frank me trataba.
Ahora, todo eso era historia antigua.
Tan muerta como Frank. Ya no había nada que hacer. Pero había algunas cosas que
yo podía arreglar. Aunque sólo fuera en memoria del pasado.
(Ted Lewis, Asesino implacable, Buenos Aires, Grupo
Editor de Buenos Aires, 1974, pág 18)
Al principio sólo oscuridad. El
traqueteo del tren, los reflejos en las gotas de lluvia, la oscuridad. Pero si
uno sigue mirando más allá de los reflejos llega, por último, a divisar el
resplandor que trepa hacia el cielo.
Es leve al principio, uno piensa en una
parva, quizá un tambor de petróleo o algo parecido, que se incendiara por
detrás de la colina, más allá del alcance de la vista. Pero entonces se
advierte que hasta las nubes se vuelven incandescentes y uno comprende que
tiene que ser algo más grande. Poco después, el tren pasa entre dos colinas y
toma por una curva que llega hasta el pueblo: una pequeña franja de luz,
brillante, concentrada; más allá del pueblo, en los alrededores, se descubre el
origen de aquel resplandor: una media docena de fundiciones de acero llegan
hasta el borde de la hondonada semicircular formada por las colinas; llamas
trepando hacia las alturas —suaves rojos palpitando en el interior de los
locales dedicados a la colada, calor blanco chisporroteando en los altos hornos—,
las ennegrecidas estructuras de los talleres, el inmenso resplandor, todo
parece la versión de Disney del Día de la Creación. Aún después de que el tren
se interna entre los patios traseros de la casas, los fondos de las estaciones
de servicio y la hilera de faroles demasiado brillantes, el centelleo de la
cinta de llamas en el cielo continúa atrayendo la mirada.
(Ted Lewis, Asesino implacable, Buenos Aires, Grupo
Editor de Buenos Aires, 1974, pág 6)
La historia de la literatura está
plagada de injustos olvidos. Libros y autores a los que un misterioso
funcionamiento combinado de mercado, años, circunstancias editoriales y vaya a
saber uno qué pila de otros factores termina condenando al ostracismo, para la
enorme desgracia de nosotros, los lectores. Me animo a decir que, en el campo
de nuestro amado género negro, el de Ted Lewis es uno de esos casos.
Nacido en Manchester y criado en el norte industrial de Inglaterra, Ted Lewis tuvo una corta carrera, ya que el trago le ganó
la batalla cuando tenía apenas 42 años. En un artista de su estatura, tiempo
suficiente para escribir algunas novelas que fundaron el género negro
británico. Ni más ni menos. Y no es que lo diga yo: lo dicen David Peace (1),
James Sallis, Max Alan Collins, Derek Raymond, y una parva de críticos. Y lo
ponen a Lewis en ese pedestal gracias a esta, su primera novela. Asesino implacable es la traducción de su
título original, Jack’s return home.
El debut de Lewis fue adaptado al cine rápidamente, en la memorable Get Carter (Mike Hodges, 1971), con
Michael Caine en el papel de Jack Carter (2). Get Carter está considerada la mejor película criminal británica, incluso
mencionada entre las mejores películas británicas de todos los tiempos. Tal fue
el impacto de su adaptación que la novela misma fue reeditada desde entonces
con su nuevo título en inglés, Get Carter.
(3)
Jack Carter es el narrador de la
historia. Es un matón que trabaja en Londres, a las órdenes de dos hermanos
(según dicen algunos, inspirados en los míticos Kray). La novela comienza con
Carter volviendo a su pueblo natal, a velar a su propio hermano. No es que desbordara
de amor fraterno, más bien todo lo contrario: hay un odio antiguo ahí, entre
quienes eligieron caminos opuestos en la vida. Mientras Jack se alejaba cada vez más de la ley, Frank era un tipo recto, que crió solo
a su hija, Doreen, de quince años. Un tipo legal que jamás se excedía con el
whisky. Nunca. Por eso a Jack le resulta extraño saber que Frank ha muerto en
un accidente de ruta, totalmente borracho. Por eso decide volver a casa y
averiguar la verdad.
Frank trabajaba en un bar, propiedad de
unos mafiosos locales. Esto lo sabe Jack. También sabe que esos mafiosos del
norte son socios de sus propios patrones de “el hollín”, que es la forma en que
allí se refieren a Londres. Desde luego, sus jefes intentan desalentar el viaje de Jack. No les interesa crear conflicto alguno en esa zona. Pero
resulta que por estos días, y más por una mujer que por asuntos de trabajo, la
lealtad de Jack con sus jefes es más bien escasa. Desobedece y viaja igual, para confirmar,
ahí arriba, todas sus sospechas, e internarse en un fin de semana de locura y
muerte, alimentado por su necesidad de venganza, de cerrar cuentas en la
tormentosa relación con su hermano.
¿Por qué asignarle a esta novela
estatura canónica dentro del género negro inglés? Mis motivos son varios.
El primero, el personaje de Carter.
Cruel, violento, no le importa nada cuando se propone un objetivo. Mata y
golpea a todo el que se interponga en su camino, incluso a mujeres. No le
tiembla el pulso al traicionar a sus jefes. Conoce (porque es su medio de vida,
y porque es muy inteligente) la maraña de poderes sucios debajo de la superficie de
una sociedad anestesiada por el bienestar de la posguerra. Ambiguo, tiene una
mirada crítica del status quo del
que él mismo saca provecho. Un personaje tan importante como los mejores del
género. Resumiendo, y para relacionarlo con otro monstruo más conocido, Carter sería
algo así como una versión proletaria del Parker de Stark/Westlake.
Tanto la historia como el estilo son hardboiled puro y duro. Sin respiro,
acelerado, violento, desencantado y crudo. Ni siquiera la relación de Carter con
su hermano Frank, en la que juega un rol importantísimo su sobrina Doreen, contagia
de sentimentalismo ni a la historia ni al personaje. En cambio, les da volumen
dramático a ambos, apartando a Carter del estereotipo del mero pistolero a
sueldo. Hay una historia muy dolorosa ahí, que es el motor que lo impulsa en ese
fin de semana de sangre.
Hay más: la ambientación en un
escenario distinto de la gran ciudad, en el norte de Inglaterra. Si bien no se
menciona el pueblo, podemos imaginar que es como el lugar en el que creció el propio Lewis. Acerías, humo, ladrillos y calles grises son el decorado industrial
del que Lewis muestra el lado oscuro: no la prosperidad, sino la decadencia y
el crimen. Lewis describe con poesía triste y rabiosa el
hacinamiento en los barrios bajos, el alcohol que todo lo baña, los bares
repletos, la niebla del tabaco, los zares del juego, la prostitución y el porno
levantando con pala sus fortunas. Toda la podredumbre que asoma por debajo,
en una época en la que sólo hay ojos para el swinging London, las bandas pop, las minifaldas.
Una perla de este valor merece un mejor
destino entre los amantes del género en nuestro idioma. La única edición que se
conoce (de esta novela, y de toda la obra de Lewis) es de 1974 (4), hoy
prácticamente inhallable. Si sirve como consuelo, parece que hasta en su inglés
original Lewis ha sido un autor difícil de encontrar. Recién a partir de 2004
una editorial independiente de Nueva York se ha propuesto reeditar toda su
obra. Ojalá lo logren. Sería al menos un avance, mientras esperamos la gloriosa
venida de nuestro salvador/editor que acierte a publicarlo en castellano.
Traducción: Matilde Horne
(1): David Peace la ha mencionado en
entrevistas como la novela de la que tomó muchos elementos para 1974, primer volumen del adorado Red Riding Quartet.
(2): el film se estrenó en castellano
como, justamente, Asesino implacable,
lo que explica el extraño título elegido para la publicación de la novela,
posterior a dicho estreno.
(3): hubo otras adaptaciones de la
novela, ninguna muy valorada por la crítica. Una fue Hit man (George Armitage, 1972), una versión blaxplotation de la historia (con Pam “Jackie Brown” Grier). La
otra, más reciente, fue Get Carter (Stephen
Kay, 2000), con Stallone en el papel principal.
(4): La presente edición es del Grupo
Editor de Buenos Aires, para su colección de policiales Laberinto. Nada muy digno de mención salvo por una cosa:
la traducción. Resulta evidente que fue hecha en Argentina, tanto por el uso,
algo forzado, de modismos locales (los policías son “canas”, el saludo, “chau”,
el bolígrafo, “Biro”, Carter lleva la ropa en un “bolsón”, etc.) como por esa
censura algo naif que "sugería" reemplazar
“hijo de puta” por “h… de p…” o carajo por “c…”. Estas curiosidades algo
molestas me llevaron a reparar en el nombre de la traductora. Gran sorpresa me
llevé cuando vi que se trataba de Matilde Horne, la misma que tradujo a Tolkien
para la Minotauro de Porrúa. Aunque arriesgaría que se trató de uno de sus
primeros trabajos, vale la mención para recordar cómo fueron las cosas alguna
vez en esta orilla del Río de la Plata.
Seguí pinchando: si asumimos que Ted
Lewis está en el ADN del noir británico, qué mejor que darse una vuelta por algunos de
los eslabones posteriores de esa evolución. Primero con Derek Raymond, creador del detective sin nombre, de La Fábrica, y después
con los contemporáneos (y simultáneos, aunque muy diferentes) David Peace y
Jake Arnott.