Al principio sólo oscuridad. El
traqueteo del tren, los reflejos en las gotas de lluvia, la oscuridad. Pero si
uno sigue mirando más allá de los reflejos llega, por último, a divisar el
resplandor que trepa hacia el cielo.
Es leve al principio, uno piensa en una
parva, quizá un tambor de petróleo o algo parecido, que se incendiara por
detrás de la colina, más allá del alcance de la vista. Pero entonces se
advierte que hasta las nubes se vuelven incandescentes y uno comprende que
tiene que ser algo más grande. Poco después, el tren pasa entre dos colinas y
toma por una curva que llega hasta el pueblo: una pequeña franja de luz,
brillante, concentrada; más allá del pueblo, en los alrededores, se descubre el
origen de aquel resplandor: una media docena de fundiciones de acero llegan
hasta el borde de la hondonada semicircular formada por las colinas; llamas
trepando hacia las alturas —suaves rojos palpitando en el interior de los
locales dedicados a la colada, calor blanco chisporroteando en los altos hornos—,
las ennegrecidas estructuras de los talleres, el inmenso resplandor, todo
parece la versión de Disney del Día de la Creación. Aún después de que el tren
se interna entre los patios traseros de la casas, los fondos de las estaciones
de servicio y la hilera de faroles demasiado brillantes, el centelleo de la
cinta de llamas en el cielo continúa atrayendo la mirada.
(Ted Lewis, Asesino implacable, Buenos Aires, Grupo
Editor de Buenos Aires, 1974, pág 6)
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