lunes, 29 de agosto de 2011

El lado oscuro de James Bond

El espía que surgió del frío, John le Carré

En 1962, la Guerra era fría, pero se cocinaba a fuego lento en Europa Central. Berlín es una ciudad que vive una noche eterna, en la que resuenan pasos nerviosos sobre los adoquinados húmedos. Una ciudad en la que los reflectores en la niebla son gigantescos bastones que barren el aire, capaces de decapitarte. Y zanjas, y rollos de alambres de púas, y altoparlantes. Y balas que se incrustan en el muro.

Alec Leamas, el gris agente británico a cargo del espionaje en Alemania Oriental no está pasando por su mejor momento: toda la red que lidera está siendo destruida a manos de Mundt, el despiadado jefe de la contra inteligencia Oriental. Su último agente es abatido cuando intentaba cruzar el muro, escena que es relatada en un primer capítulo memorable, de una tensión que agarra al lector de los pelos y no lo deja apartar la mirada —a través de binoculares, claro— de esa bicicleta iluminada por reflectores...

Leamas vuelve a Londres y, cuando espera que lo releguen a una oscura oficina a esperar la jubilación, Control (sí, sí: el Jefe de la inteligancia británica ¡se llama Control!) le propone la más sucia y peligrosa de las misiones. Y si encima le va a servir para vengarse del odiado Mundt, ¿qué otra cosa puede hacer Leamas que aceptarla?

En un mundo en el que nadie puede usar su nombre real, y en el que las imprentas que falsifican pasaportes y visados parecen trabajar a tiempo completo, Leamas debe prepararse cuidadosamente. A lo largo de su derrotero, que lo lleva por media Europa hasta llegar al centro de la Alemania socialista, se cruza con diversos personajes, todos en el mismo “negocio”. Con ellos Leamas mantiene ciertos contrapuntos dialécticos, en los que las argumentaciones ideológicas van dejando lugar a las amargas reflexiones sobre las miserias de los hombres y de los sistemas, a uno y otro lado del Telón de Hierro.

El espía que surgió del frío está considerado, con justicia, un verdadero clásico del género de espionaje, ese primo cercano de la novela negra. Y John le Carré, el más grande escritor en el rubro, creador del legendario George Smiley (personaje que aparece, lateralmente, en esta historia).

Es cierto que la trama de El espía… puede, de tan compleja, resultar confusa en algunos tramos. Y en manos de un escritor con menos oficio hubiera terminado en naufragio. Pero es Le Carré, con su perfecto manejo de los tiempos de la narración y su capacidad de construir un clima con dos pinceladas, o de crear un personaje sólido como Alec Leamas, quien hace de esta novela un inolvidable clásico.

Traducción: Nieves Morón

8/11

jueves, 25 de agosto de 2011

Menos asesino

No era posible, y sin embargo… Carajo, otra vez no estaba soñando. Se quedó en la cama, mirando el techo, asombrado y reconociendo sentimientos contradictorios: lo aliviaba saberse menos asesino, pero a la vez sentía rabia por todo lo que había pasado, y que pudo no suceder si se hubiese dado cuenta… Pero, ¿qué era eso de sentirse menos asesino? ¿Qué era sino una comprobación ridícula?

Primero fue De Quincey, se dijo, y luego Dostoievski, los que señalaron que los humanos, en alarde de cinismo o de ociosidad, gozamos con el crimen. En algún lugar nuestro disfrutamos, admirativos, el horror de un asesinato. Podemos condenarlo, después, y seremos jueces implacables, pero en un primer momento el crimen nos deslumbra, nos impacta hasta la admiración.

No es posible ser “menos asesino”. Así como si un solo ser te falta, todo está despoblado, así una muerte producida por mis manos es todas las muertes.

(Mempo Giardinelli, Luna caliente, Buenos Aires, Edhasa, 2009, pág 49)

lunes, 22 de agosto de 2011

Cómo mata el viento norte

Luna caliente, Mempo Giardinelli

Un joven y promisorio abogado, con estudios doctorales realizados en Francia, regresa a su tierra natal, el Chaco. Es recibido con honores. Lo espera un futuro como funcionario público o como juez.

Un asesino escondido en una húmeda habitación del Hotel Guaraní, en Asunción. La culpa se le está volviendo paranoia y terror: sabe que de un momento a otro lo vendrán a buscar.

El primero y el segundo no son dos personajes distintos de Luna caliente, sino uno solo: Ramiro Bernárdez. Lo que media entre aquel brillante doctor y este fugitivo acorralado se llama Araceli, una niña de trece años que arrasó con todo, como un viento caliente del páramo chaqueño.

Luna caliente es una historia sórdida de sangre y erotismo, cuya oscuridad se ve potenciada por el ambiente ominoso de la dictadura, cuando los retenes militares en las rutas podían significar algo mucho peor que un control de documentación. Una historia cuyo disparador es, ni más ni menos, el deseo sexual de un adulto por una nena de trece años, que encima corresponde a ese deseo. Es un tema delicado si los hay, pero en la mano maestra de Giardinelli logra transmitir al lector la angustia, la desesperación y el dolor que provoca el deseo cuando es ingobernable.

Novela negrísima sobre las pasiones humanas y su potencial para trastornar los planes, las vidas, las almas, el mundo, Luna caliente debería ser considerada a estas alturas un clásico de la literatura de género negro escrita en Argentina. Con un registro estilístico perfecto —seco, filoso, frases cortas, diálogos precisos—, con la economía de recursos y la unidad de efecto que se espera de un cuento —no en vano, Giardinelli es considerado uno de nuestros mejores cuentistas vivos— esta nouvelle de poco más de 120 páginas, se lee de un tirón.

Un viaje estremecedor al Chaco de la dictadura, a los arroyos infestados de mosquitos en los que espera la muerte. Un viaje al sexo prohibido de Ramiro y Araceli.

Todos lugares tan calientes y húmedos como el mismísimo Infierno.

8/11

El matrimonio según Sughrue

Un antiguo compañero de copas había vuelto a casa tras una parranda de dos semanas con una rosa tatuada en el brazo. La flor estaba rodeada por la leyenda: Manda a todos al carajo / y duerme hasta el mediodía. Su mujer exigió que se la quitase quirúrgicamente, pero resultó que aún detestaba más la cicatriz. Cada vez que se la tocaba, él sonreía despectivamente. Unos años más tarde, la esposa intentó borrarle la sonrisa con una botella de vino, pero sólo logró arrancarle un par de dientes, lo cual convirtió su expresión en algo todavía más parecido a una burla. Lo que no comprendo, sin embargo, es que a día de hoy continúan estando casados. Él exhibe su mueca de desdén y ella la abomina.

(C.W. Sughrue)

(James Crumley, El último buen beso, RBA Libros, 2011, pág 131)

jueves, 18 de agosto de 2011

Una casa, una resaca

¿A mi casa? Mi casa es el condado de Moody, al sur de Texas, donde la pradera de tierra negruzca colisiona contra los cerros de caliche y los cortes zigzagueantes de los arroyos de la Brasada, región de zarzas y arbustos. Pero ya no voy nunca por allí. Mi casa es el apartamento de la margen oriental del río Hell Roaring, tres habitaciones en las que tengo que abrir armarios y cajones para asegurarme de que no me he confundido de sitio. ¿Mi casa? Podría ser un bar de motel a las once de una noche de domingo, durante un silencio compartido con la guapa camarera que me considera un individuo repulsivo, y algún gilipollas con cazadora de plástico que me toma por su compadre. Como le había dicho a Trahearne, el hogar es dondequiera que uno cuelga la resaca. Lo es al menos para gente como yo… algunas veces.

(C.W. Shugrue)

(James Crumley, El último buen beso, RBA Libros, 2011, pág. 171)


lunes, 15 de agosto de 2011

Viaje al centro del género negro

El último buen beso, James Crumley

Supe de Crumley a través de una reseña escrita por Fresán en “El Extranjero” del Radar Libros, hace una pila de años. Hablaba de él y de sus alucinados detectives de tal manera que Crumley se convertió para mí en una especie de obsesión. Busqué sus libros por todos lados, pero sólo conseguí Un caso equivocado en la edición de Júcar de 1990. La novela no sólo estuvo a la altura de la reseña de Fresán sino mucho, muchísimo más arriba, de modo que no tuve más opción que seguir rastreando libros de Crumley, sin éxito. Entonces recurrí al plan B: ediciones en inglés. Así tuve mi primer contacto con The last good kiss. El resultado fue tan bueno como mi nivel en ese idioma: lo tuve que largar por la mitad. No diré que con dolor, para no pecar de melodramático, pero baste decir que pocas veces lamenté tanto no ser “un poco más” angloparlante. De todas formas, me alcanzó para entender qué tipo de libro tenía entre manos.

Resulta que ahora, en pleno 2011, cuando parecía que todo estaba perdido (incluso al pobre James, fallecido en 2008) viene RBA a enriquecer su ya muy buena Serie Negra publicando El último buen beso. ¡Aleluya! Alguien se había ocupado de traer a mi idioma ese lenguaje cargado de poesía y esos diálogos en un slang triste y alcohólico, que yo apenas llegaba a vislumbrar a través del velo de mi inglés limitado.

Llamemos a las cosas por su nombre: El último buen beso tiene estatura de clásico. Es una historia de búsquedas, de desencuentros, de locura, de desesperación y, en suma, de amor. Libro de culto, sí, pero un librazo hecho y derecho, en clave de la mejor tradición negra americana.

C.W. Sughrue es el detective y narrador. Aceptó el encargo de encontrar a Trahearne, un escritor borracho que anda recorriendo todos los bares del Oeste, desde Montana hasta California. Esto lo sabemos de boca del propio Sughrue, dado que en realidad la novela comienza con este encuentro. Es en un mugriento bar de Sonoma, en el que todos, incluido Fireball, el inolvidable bulldog, están de alcohol hasta las orejas. Tanto que una pelea termina a los tiros, mandando a Trahearne al hospital. Sughrue debe esperar unos días a que lo dejen salir para llevar al escritor de vuelta a casa. Es entonces cuando Rosie, la dueña del bar, le encarga un segundo caso: encontrar a Betty Sue, su única hija viva, desaparecida diez años atrás.

Comienza allí un peregrinaje que llevará a los tres borrachos (Trahearne, Fireball y el propio Sughrue) a través del lado oscuro de una América que no puede sacudirse la resaca de Vietnam y del Verano del Amor. Drogas, putas y whisky. Hippies, porno y más whisky. Clima de road movie con momentos de ácido humor que se va transformando poco a poco en una pintura amarga de la locura y la soledad. Claro que hay también una trama de mafiosos, unos cuarenta mil dólares que no aparecen, desquiciados triángulos amorosos. Y un desenlace tan inesperado como brutal.

Crumley exhibe una prosa por momentos filosa, por momentos poética, siempre brillante, que me recordó a los mejores pasajes del otro James, Sallis. C.W. Sughrue es un personaje que uno sabe que no olvidará. Y Trahearne y su enloquecido entorno son adorablemente repugnantes: yo también recordé —de manera que no logro explicarme muy bien— al Ignatius Reilly de Toole.

Frente a un género que —gracias al marketing, a las modas, a las series por cable— a veces parece una bolsa de gatos, Crumley y El último buen beso vienen a plantarse, casi como outsiders, para recordarnos de un cachetazo de qué va esa cosa llamada novela negra.

Verdaderamente imprescindible.

Traducción: Marta Pérez Sánchez

8/11

sábado, 13 de agosto de 2011

El chirriar de la maquinaria

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que él únicamente se declararía culpable de obstrucción si hubiera matado a su mujer.

—¿Y si no la mató? ¿Y si solo manipuló el ordenador?

—Solo manipuló el ordenador si la mató —respondió Brand.

Esa era la tradicional lógica de la ley. Esta decía que si un hombre huía, mentía o encubría, demostraba que era culpable. A Tommy, sin embargo, ese razonamiento nunca lo había convencido. ¿Por qué habría de seguir las reglas alguien acusado falsamente? ¿Por qué alguien que viera chirriar la maquinaria legal no habría de decir: “No me fío de ese aparato”? Mentir para librarse de una acusación falsa estaba más justificado, probablemente, que hacerlo ante una verdadera. Así lo veía Tommy. Y siempre lo había considerado de ese modo.

(Scott Turow, Inocente, Buenos Aires, Mondadori, 2010, pág. 360)

jueves, 11 de agosto de 2011

Un americano mejor que la media

A raíz de mi primera aventura, advertí que llevo conmigo un gran bagaje de la casa infeliz y lúgubre donde me crié. Hasta entonces, había creído con toda ingenuidad que era un universitario típico, un chico espabilado, hijo de un sádico superviviente de la guerra y de una excéntrica solitaria, que había sido capaz de convertirse en un americano normal mejor que la media. En cierto modo, todavía anhelo a ser un ejemplo, poseedor de una normalidad difícil de alcanzar, pero me acecha esa sombra que sabe que no lo soy. Nadie lo es, eso también lo sé. Pero mis defectos me preocupan más que los del resto de la gente. El vicio tiene ese atractivo. Significa aceptar quién soy.

(Rusty Sabich)

(Scott Turow, Inocente, Buenos Aires, Mondadori, 2010, pág. 73)

lunes, 8 de agosto de 2011

Un poco de justicia

Inocente, Scott Turow

Ya comentada en este blog Se presume inocente, es ahora el turno de la secuela que salió este año. Inocente no es exactamente una “segunda parte”, sino más bien una nueva historia en la que se ven envueltos casi los mismos personajes.

Una mujer amanece muerta en su cama matrimonial. Su esposo la encuentra y, en lugar de llamar a la ambulancia o a la policía, la arropa, se sienta en un sillón, reflexiona sobre la vida que pasaron juntos. En fin, hace su propio velorio durante casi 24 horas. Resulta un poco sospechoso, ¿verdad? Más aún si ese esposo es alguien que, hace una veintena de años, fue juzgado por asesinato. Es cierto que fue absuelto en aquella ocasión, pero no todo el mundo estuvo igual de convencido de su inocencia.

A esta altura, todos parecen saber que Rusty es cualquier cosa menos un hombre “simple”. Todo puede esperarse de él. Pero aún así, sus seres cercanos, en especial su hijo Nat y su novia, la joven Anna, quien trabajó como pasante del mismo Sabich, se hacen la misma pregunta: ¿qué es lo que lleva a Rusty a actuar de esa manera frente a la muerte de Bárbara? ¿24 horas sentado al lado de un cadáver? Preguntas que también comienza a hacerse su eterno adversario, Tommy Molto, hoy fiscal y en otro tiempo ayudante de Nico Della Guardia. Tommy no quedó muy bien parado luego de aquel primer juicio, y desde entonces lo unió a Rusty un vínculo más de odio que de amor. Así las cosas, cuando Tommy, acicateado por su ayudante, encuentra que Rusty tuvo una aventura amorosa en los meses previos a la muerte de su esposa, y que planeaba divorciarse; y se entera de que Rusty ha trasgredido alguna norma como Juez de Apelaciones, y que anduvo averiguado sobre ciertos métodos criminales.… En fin, suman dos más dos y arman un caso. Es entonces cuando Rusty debe recurrir nuevamente al abogado argentino Alejandro “Sandy” Stern, ya en el ocaso de su carrera, para que lo defienda.

Otra vez, lejos de entregarnos un simple thriller legal, Turow nos trae con Inocente una novela de suspenso fenomenal, que reflexiona sobre la Justicia y la forma de administrarla (“Hacemos un poco de justicia, en lugar de no hacer ninguna” es lo que, sabiamente, dice Tommy Molto por ahí). Pero que también es un drama con todas las letras. Un drama que deja muy claro que el verdadero Juicio, aquel del que todos queremos salir absueltos, no ocurre afuera sino adentro, allí donde jurado y juez se funden en eso que llamamos conciencia. Y allí donde, ¡ay!, casi nunca existe apelación posible…

La novela está estructurada de manera muy inteligente. Las voces de Rusty, Nat y Anna (en primera persona) y la de Tommy (en tercera) se van alternando a lo largo de las dos partes que tiene el libro. La primera, que narra una línea temporal compleja —graficada al comienzo de cada capítulo, para gratitud del lector—incluye los sucesos que van desde el cumpleaños de Rusty hasta las elecciones para las que éste se postula, incluyendo en el medio la muerte de Bárbara. La segunda, de desarrollo temporal lineal, narra desde el comienzo del juicio a Rusty hasta el desenlace de la historia.

Dos aspectos desmienten cualquier prejuicio acerca de Turow como un escritor serial de best sellers industriales. Por un lado, lejos del estilo seco y despojado clásico de la novela negra, Turow expone una prosa que es tan elegante como contundente. En una historia que seguimos en gran parte a través de las reflexiones de sus personajes, uno jamás siente que el interés decaiga o la acción baje de intensidad, lo que habla a las claras de la gran pericia del autor. Y por otro, están esos magníficos personajes: el atormentado Nat, la vehemente Anna, el inolvidable Juez Yi (un juez que es una eminencia como jurista sin siquiera hablar bien el idioma local … si Turow nos hace creer esto —y lo hace— es capaz de casi todo), un Sandy Stern enfermo pero aún brillante.

Y claro, ese Ying y Yang que forman Rusty Sabich y Tommy Molto, las dos caras de la misma Bestia Jurídica.

Traducción: Monserrat Gurguí y Hernán Sabaté

7/11

sábado, 6 de agosto de 2011

Conforme pasan los años

Regresé a mi casa y estuve dándole vueltas a la situación. La actitud de Eddie se estaba volviendo muy desconcertante. Era un hombre mayor y, sin embargo, mostraba la temeridad de un joven. Era ridículo. Y aun así se me ocurrió que quizá su comportamiento estuviera en sintonía con su edad. ¿Por qué no nos volvemos más desesperados conforme pasan los años? ¿Por qué cuando menos tenemos que perder más nos aferramos a lo que queda de una mísera existencia? También reflexioné que era propio de Eddie Doyle correr riesgos, invertir toda su energía en una gran jugada. En el fondo, todavía era un reincidente. Parecía que solo se iba a rehabilitar en la tumba.

(Jake Arnott, Crímenes de película, Buenos Aires, Mondadori, 2011, pág. 190)

viernes, 5 de agosto de 2011

Protocolo

… mi historia era distinta. Mi padre estaba muerto. Joe se acercó y me presentó a algunos personajes del hampa. Ellos sabían quién era yo, conocían la verdad sobre mi vida. Ese era el mundo del que había intentado escapar. Se mostraron educados y respetuosos. Jamás he visto mayor sentido del protocolo que entre las personas de ese mundo. Pero también se mostraron recelosos. Yo era la hija de McCluskey, Big Jock, que había muerto en circunstancias sospechosas. Los pecados del padre. Recordaba la voz que había oído de niña por teléfono: “Tu papá era un soplón”. Pero, por encima de todo, creo que era la superstición la que contribuía un poco al distanciamiento en su actitud. Yo traía mala suerte.

(Jake Arnott, Crímenes de película, Buenos Aires, Mondadori, 2011, pág. 240)

jueves, 4 de agosto de 2011

De manzanas y tiempos felices

—La pastilla se compró en un club de Basildon. Hay quien dice que estaba contaminada.

Beardsley niega con la cabeza.

—No. No era una pastilla adulterada. Lo sé con seguridad. Era una manzana. Sabes lo que eso significa, ¿verdad?

Las manzanas eran una nueva remesa de éxtasis procedente de Amsterdam. Extrafuertes. Beardsley había introducido un cargamento de contrabando hacía tan solo un par de semanas.

—Significa que pueden seguir el rastro hasta nosotros.

—Sí, hasta nosotros o hasta la gente de Tony Tucker. Ellos también están traficando con ellas. La poli de Essex querrá culpar a alguien de esto y no nos dará respiro hasta que encuentre a un culpable.

—¿Y…?

—Y vamos a tratar de pasar desapercibidos hasta que todo esto pase. Sí, y a lo mejor alguien debería darles un soplo. Que la gente de Tucker cargue con el muerto.

—¿Estás diciendo que debemos delatar a alguien?

—Bueno, no tiene por qué ser así, ¿no? Se puede hacer, digamos, indirectamente.

—¿Cómo?

—No lo sé. Ya se nos ocurrirá algo, ¿eh?

—Sí.

—Una cosa está clara: los tiempos felices han acabado.

—Beardsley —digo—, los tiempos felices acabaron hace mucho tiempo.

(Jake Arnott, Crímenes de película, Buenos Aires, Mondadori, 2011, pág. 87)

lunes, 1 de agosto de 2011

Aquellos maravillosos 90

Crímenes de película, Jake Arnott

Tercera entrega de la trilogía iniciada con Delitos a largo plazo y seguida por Canciones de sangre, llega la esperada (al menos por mí, sí, y mucho) Crímenes de película. Y una vez más, Arnott mantiene alta la vara con una novela de las más entretenidas que he leído en los últimos tiempos.

Tenemos nuevamente tres relatos en primera persona, ambientados en los años 90.

Primera historia: la de Tony Meehan. Tony fue el periodista de tabloides que cubrió el caso principal de Canciones de sangre, y que escribió un libro-fracaso sobre aquello. Y también fue un asesino que mató para robar unos diarios íntimos comprometedores. Actualmente Tony es el “negro” literario que escribe las memorias del ladrón Eddie Doyle. Condenado por el robo de unos lingotes de oro y recién salido de la cárcel, Eddie nunca vio un mango de aquel golpe. Pero ahora quiere ir por lo suyo, y arrastrará a Tony en el intento…

Segunda historia: la de Julie McCluskey, actriz de segunda línea, con una profunda insatisfacción con su vida, marcada por la pérdida de su padre cuando era una niña. Claro, las circunstancias de aquella muerte también importan: una mansión en Marbella, un cadáver flotando en la pileta, una madre que recibe la visita de unos hombres muy serios. Julie está de novia con un aspirante a director de cine, Jez, un niño bien fascinado con la low life de los barrios bajos de Londres. Juntos van a ver Pulp fiction y en la cabeza a Julie se escucha un click: decide averiguar lo que pasó con su padre. No con ánimo de reconciliarse con su pasado, sino más bien porque la consume el deseo de venganza.

Tercera historia: Gerry “Gaz” Kelly. El Tronco Gaz es un verdadero desastre que camina. A lo largo de los años entra a la cárcel varias veces, y siempre lo descoloca la moda que encuentra al salir. Ofrece servicios de seguridad en discos y bares, pero en realidad vive de la venta de drogas. Bah, de toda aquella que no se mete dentro. En los 90 las drogas de diseño y las raves clandestinas están que arden. Hasta que a esa chica se le ocurre morirse y salir en los diarios…

Toda esta gente tiene un nexo, alguien que a su vez es el eje de esta trilogía que recorre su vida a lo largo de tres décadas de historia del crimen londinense. Sí, claro: es Harry Starks, el gran personaje de la saga.

Las tres historias son tan atrapantes que me costaba esperar hasta el próximo momento de lectura. Arnott logra voces bien distintas, y retrata con eficacia una época, especialmente en las historias de Gaz y Julie. En la primera, por todo el asunto de la evolución del consumo de drogas hasta la llegada del éxtasis. Y en la segunda, por el auge de una cinematografía concebida bajo la enorme influencia de Tarantino (que alguien me discuta que Jez y su ópera prima Bulldog de desguace no son Guy Ritchie con su Juegos, trampas y dos armas humeantes).

Entretenimiento asegurado y de alta calidad. ¿Qué más se puede pedir?

Traducción: Ignacio Gómez Calvo

7/11