lunes, 31 de diciembre de 2012

Patada a la burocracia


—… No debería haber tanta tranquilidad ahí dentro a estas horas de la noche, oficial Rumstead. Tengo miedo por la chica.
Un minuto después los tres policías estaban en el porche delantero de madera. Se mantuvieron en silencio y escucharon. Sólo se oía el murmullo del tráfico en la cercana Cuarta Avenida, un perro que ladraba cerca, el chirriar de los grillos en el patio vecino, y distante música de salsa desde algún lugar manzana abajo. Entonces oyeron una profunda voz masculina entonando plegarias.
Bix llamó a la puerta y dijo:
—Señor Benawi, aquí el oficial Rumstead. Hablé con usted la semana pasada por el asunto de los carteles publicitarios, ¿recuerda?
Escucharon de nuevo. Los cánticos cesaron.
—Señor Benawi —continuó Bix—, por favor abra la puerta. Necesito hablar con usted. Lo de los carteles no tiene importancia. Sólo necesito saber si todo lo demás va bien. Abra la puerta, señor Benawi.
El cántico empezó de nuevo y Gert von Braun sintió un temblor, pero era una cálida noche de verano con un viento suave soplando desde el desierto al mar. Dan Applewhite sintió el pelo de la nuca erizarse y supo que no se debía al viento.
Bix Rumstead dijo:
-No nos iremos hasta que nos abra la puerta, señor Benawi. No nos obligue a entrar por la fuerza.
El cántico se detuvo de nuevo. Oyeron pasos. Entonces la cavernosa voz de Omar Hasán Benawi dijo desde el otro lado de la puerta:
—No hay nada para ustedes aquí. Por favor, aléjense de mi hogar.
—Lo haremos, señor Benawi ­—dijo Bix—, pero primero necesito hablar con usted cara a cara. Y necesito ver a su mujer. Entonces nos iremos.
—Ella no va a hablar con usted —dijo la voz—. Ésta es mi casa. Por favor, váyanse. No hay nada para ustedes aquí.
Oyeron los pasos retirarse de la puerta y el cántico empezó una vez más.
—¡Mierda! –dijo Dan.
—¿Y ahora qué? —dijo Gert.
—Esto es lo que el decreto federal de consentimiento ha hecho con el LAPD —dijo Bix a Dan “Día del Jucio Final”— ¿Qué hubieses hecho cuando éramos polis de verdad?
Dan miró a Bix Rumstead y dijo:
—Somos blancos, él es negro. Mejor no hagamos nada bestia. Ahora no puedo permitirme una suspensión.
—Responde a mi pregunta —dijo Bix a Dan—. ¿Qué habrías hecho seis años atrás, antes de que un juez federal y un puñado de políticos y burócratas nos redujeran?
Dan Applewhite echó un vistazo a Gert von Braun y dijo:
­—Habría tirado la puta puerta abajo a hostias y entrado a ver si la mujer está bien.
—Exacto —dijo Bix Rumstead.
Y acto seguido dio tres pasos de carrerilla, corrió hacia la puerta y le dio una patada justo a la derecha del pomo. La puerta se abrió de golpe y fue a dar contra el muro de yeso.

(Joseph Wambaugh, Cuervos de Hollywood, Barcelona, Mosaico bolsillo, 2011, pg 312)

domingo, 30 de diciembre de 2012

Bronceado Milagroso


—Parece claustrofóbico —dijo Bix—. Como meterse en un ataúd y cerrar la tapa.
—Para nada —dijo Madeline—. Damos gafas pequeñas para cubrir los ojos y sólo se está allí unos ocho minutos, en el nivel de potencia de bronceado que uno elija. Es mucho más placentero que cocerse al sol del caluroso verano.
—Quizás me gustaría más este tipo de bronceado que el del rociador. Se aprovecha mejor el dinero.
Mientras ella y Madeline conversaban sobre diferentes tipos de bronceado, Bix continuó avanzando por el pasillo e intentó sutilmente abrir algunas puertas, pero estaban cerradas con llave. Del otro lado de la tercera puerta oyó a una mujer que gemía. El gemido era fuerte e inconfundible.
Madeline se dio cuenta de que el policía estaba oyendo algo, así que se acercó rápidamente y dijo:
—No podemos molestar a los clientes, oficial. Por favor, sígame y le enseñaré…
—Ahí dentro hay alguien gimiendo —dijo Bix—. Una mujer.
—Tal vez se ha quedado dormida y está soñando —dijo Madeline—. De veras, debo…
—¿Y eso no es peligroso? —dijo Ronnie, intercambiando miradas con Bix—. ¿Qué alguien se quede dormido bajo esas lámparas de bronceado?
—Se apagan automáticamente —dijo Madeline, y ahora tenía a Ronnie cogida por el brazo e intentaba hacerla avanzar por el pasillo.
Entonces oyeron a un hombre que, desde esa misma habitación, exclamaba:
—¡Házmelo, nena!
—¿Tiene la llave? —dijo Bix.
—Yo… yo… iré a buscarla —dijo Madeline, paresurándose hacia la recepción.
Ronnie le guiñó un ojo a Bix y tocó suavemente a la puerta, diciendo:
—¡Hey! ¡La policía está aquí! ¡Separaos e iros a habitaciones distintas, deprisa!
Al cabo de unos segundos la puerta se abrió y un hombre regordete que estaba desnudo salió corriendo llevando su ropa en las manos. Vio a los uniformados y dijo:
—¡Ay, Jesús! —Y dejó caer la ropa, con el pene erecto apuntando directamente hacia Ronnie.
Dentro de la habitación, una empleada de dieciocho años que llevaba perforadas las cejas, la nariz y un labio, y vestía únicamente una camiseta de Bronceado Milagroso, intentaba subirse los pantalones cortos, que tenía atascados en la cadera.
—Sólo intentaba decirle que se había acabado su tiempo de bronceado —se excusó—. ¡De veras!
Mientras Bix pedía una unidad de apoyo por la radio, Ronnie señaló el pene del hombre y dijo:
—Espero que se haya puesto suficiente líquido bronceador en esa cosa, señor.

(Joseph Wambaugh, Cuervos de Hollywood, Barcelona, Mosaico bolsillo, 2011, pg 261)

sábado, 29 de diciembre de 2012

Bugs Bunny y Pluto


Entonces Leonard lo vio. Bugs Bunny estaba haciendo una sesión doble con el Hombre Lobo; entre ambos aprisionaban como en un sándwich a una mujer obesa de unos cincuenta y tantos años que llevaba una gorra de béisbol con lentejuelas en la que podía leerse “I love Hollywood”, y que acariciaba con ambas manos las cabezas de los dos personajes.
Una vez que Bugs hubo cogido la propina que le dio la mujer, Leonard se acercó a él y susurró en una de sus largas orejas:
—Necesito algo de coca.
—¿Cuánto tienes? —dijo Bugs.
—Puedo gastarme doscientos pavos. ¿Te parece bien?
—Como si fuera oro, tío. Tengo algo de coca, y algo de anfetas que están bien si quieres meterte cristal. Espera un minuto y sígueme al Kodak Center. Tengo que ocuparme de Pluto y luego vienes tú.
Cuando, por la tarde, Leonard recordó aquel momento, pensó que probablemente lo que lo salvó fue su sexto sentido de ladrón. Todos esos años observando, esperando, estudiando a la gente, preguntándose cosas como “¿Ese paleto me está mirando como me miraría alguien de la calle Dieciocho, o como me miraría un policía de paisano?”. O “¿Por qué esa prostituta negra anda por esta esquina esta noche, si nunca la había visto antes por aquí, ni a ella ni a ninguna otra puta?”; o: “¿Esa mierdecilla de yonqui del Pablo’s Tacos le habrá dicho a la policía que voy a asaltar la tienda de su jefe esta noche con el código de la alarma que me ha dado?”, “¿será policía esta puta engañosa, o qué?”.
A Leonard no le gustaba la pinta del turista gordo que llevaba una camiseta blanca nueva con el cartel de Hollywood dibujado en el frente y en la espalda. Tampoco le gustaba su gorra de béisbol del los Dodgers de Los Ángeles. La llevaba demasiado bien como para ser un extranjero. Aquel tipo fondón parecía esforzarse mucho en parecer un turista, y no estaba lo suficientemente gordo como para que Leonard pudiera decir que era un policía.
Leonard se quedó un trecho por detrás de él, y cuando estaba a unos treinta metros de distancia divisó a Bugs Bunny y al perro de Mickey Mouse, Pluto, con sus enormes cabezas bajo el brazo, de pie a la salida del labavo. Vio cómo se echaba a perder la venta. Vio al tipo gordo quitándose la gorra de los Dodgers. Y supo que aquélla era, sin duda, una señal.
El gordo corrió directo hacia ellos, y otros tres policías de paisano que salieron de otros escondrijos se les echaron encima. Bugs Bunny intentó arrojar la metadona que llevaba en la cabeza dando vuelta. Pluto cogió la piedra de cocaína que había comprado y la arrojó hacia atrás.
El gordo sacó una pistola que llevaba debajo de su camiseta y gritó:
—¡Policía! ¡Soltad las cabezas y alzad las garras!

(Joseph Wambaugh, Cuervos de Hollywood, Barcelona, Mosaico bolsillo, 2011, pg 97)

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Cops in action


Cuervos de Hollywood, Joseph Wambaugh

En la televisión argentina existe un programa en el que las cámaras acompañan a los policías en sus procedimientos diarios por los suburbios. Se llama “Policías en acción”. Con sus frecuentes momentos cómicos, remates de disparatadas intervenciones domésticas (borrachos, vecinos enfrentados, accidentes), y sus dosificados momentos de “acción” (persecusión de rateros por los techos, allanamientos), resulta un producto muy interesante. Desde luego, en la medida en que uno no olvide que sólo verá lo que quieran (los del canal, la propia policía) mostrarle: una estudiada proporción de realidad y ficción. Salvando las distancias escenográficas, Cuervos de Hollywood, esta entretenida novela de Joseph Wambaugh, me recordó muchas veces a ese programa.

Aquí los protagonistas de la historia son los policías de la comisaría de Hollywood (la Hollywood Station, nombre justamente de la anterior novela de Wambaugh). En especial los Oficiales de Relaciones con la Comunidad, de cuya sigla en inglés (CRO) se llega al apodo por el que se los conoce: “cuervo” ( “crow”). Estos policías andan de civil por ahí, y su función es un poco de policía, y otro poco de “relaciones públicas”. No hay que olvidar que estamos en el LAPD “post Rodney King”, aquel negro cuyo apaleamiento en una autopista provocó las revueltas de 1992. La policía tiene una nueva imagen, una cúpula burocrática y muchos protocolos que respetar.

En ese escenario, y en las calles que siguen tan desquiciadas como siempre, con ese plus de locura que implica Hollywood, se mueven estos policías. A veces persiguiendo rateros o pequeños traficantes, a veces involucrándose en asuntos domésticos. Que, como se sabe, no siempre resultan los más fáciles, ni los más cómodos. Por el contrario, suelen ser bastante sórdidos. Como el divorcio en el que Alí Aziz y su esposa Margot se disputan la tenencia de su hijo Nicky.

Alí Aziz es árabe y propietario de un par de clubs de strip tease. Margot solía bailar sobre la barra. Ambos están ahora dispuestos a ir hasta el final. Alí, urdiendo un complejo plan con la ayuda de Leonard, un yonqui ladrón; y Margot, quien sospecha de las intenciones de su exmarido, seduciendo a un par de policías para “usarlos” de escudo protector. Desde luego, esos policías son integrantes de la comisaría de Hollywood. Y terminan metidos hasta el cuello en problemas.

Con muy buenos diálogos, de un humor por momentos desopilante, Joseph Wambaugh —que fue sargento del LAPD antes de dedicarse de lleno a escribir novelas policiales— nos lleva a recorrer el día a día de este curioso equipo de policías. Varios de ellos son nuevos —como los policías surfistas Flotsam y Jetsam— y otros conocidos de la anterior novela —como el actor frustrado “Hollywood Nate” Weiss, o el entrañable Oráculo, al que todos en la comisaría recuerdan con afecto. Justamente, es en la construcción de estos personajes donde se hace patente el gran oficio de Wambaugh. Porque todos tienen su personalidad, su propia “voz”.  Según dicen los que saben, esto que suena muy sencillo —“darle vida” a un personaje—, es algo bastante más difícil de hacer que de decir.

Joseph Wambaugh —no en vano admirado por el mismo James Ellroy— lo hace muy bien. Y entrega más de 400 páginas de puro entretenimiento hollywoodense.

Traducción: Gonzalo Torné

11/12

PS: datazo “Lita de Lazzari” para cazadores porteños: varias novelas de Wambaugh fueron vistas a buen precio en la última “Noche de las Librerías”, ahí por Corrientes al 1300…

domingo, 16 de diciembre de 2012

Sexo de policía


Su piel es blanca y pura. La naturaleza ha trazado sus líneas con decisión y elegancia. Tiene los pezones pequeños, de un marrón muy claro, como dos hojitas secas pegadas a su piel. Destaca la masa negra, espesa, del matojo, como si el dibujante hubiera trazado una larguísima línea negra, ovillándola y enredándola para ocultar el agujero.
Con el surtidor desparramado le acaricio la cabeza… el cuello… la espalda… los pechos… los muslos… La voy a tener bajo el agua hasta que implore basta. El chorro aguijante trata de despegar las dos hojas de sus pezones que levantan los puños.
Se yergue un poco, echa la cabeza hacia atrás, abre los ojos y su cuerpo tiembla en un escalofrío. Cierro el grifo y cuelgo la ducha. La cojo del brazo, tiro de ella hasta ponerla de pie y la saco de la bañera. La envuelvo en una toalla. La cojo en brazos y la llevo a la cama.
Sin quitarle la toalla, le echo la sábana y la colcha por encima. Continúa con los ojos abiertos, pero no parpadea, como si se encontrara en trance.
Regreso al cuarto de baño. Contemplo mi rostro en el espejo. Vacío. Me cepillo los dientes, supongo que lo hago para quitarme el sabor a vómito, aunque ya no lo noto, tampoco me ha molestado. Abro el agua. Antes de meterme debajo regreso a la habitación para comprobar si se ha dormido. Continúa con los ojos abiertos, me está mirando. Me siento en la cama, la tomo de la barbilla y le hago volver la cabeza. Me inclino y la beso en los labios. Abre un poco los suyos para recibirme, pero el resto del cuerpo permanece ausente. Mis manos retiran la colcha y la sábana, luego retiran la toalla. La acaricio, suavemente, convertidos mis dedos en agua. Las yemas acarician sus pezones de madera. Junto mi cuerpo con el suyo, besándola en el cuello. No reacciona. Me echo sobre ella, mis piernas separan las suyas, se la meto y le doy al asunto.
Tomo aire dejando que mi peso la oprima. Incorporo el torso apoyándome en los brazos. La miro. Tiene los ojos cerrados. Giro el cuerpo librándola de mi peso. Me quedo de espaldas, contemplando el techo. No sé si ella se ha corrido. Tampoco me importa, no soy de esos tipos que lo escriben todo en un diario.

(Julián Ibáñez, Giley, Barcelona, RBA libros, 2010, pg 24)