Denny saltó de la cama y le presentó a las chicas como Mona y Sue, y
ellas asintieron con la cabeza, aunque ninguna de las dos miró a Jack a los
ojos, se sirvieron sendos vasos de whisky, se dejaron caer en el lecho, cada
una con un tebeo, y se pusieron a leer con aparente concentración.
Denny le sonrió a Jack.
—Son tímidas —dijo—. ¿Qué tal ha estado la peli ?
—Un tostón —declaró una de ellas.
Jack suspiró y se volvió a sentar. Ya había atravesado muchas escenas
como ésa. Todo el mundo sabía de qué iba la cosa, pero nadie quería
reconocerlo. Las chicas seguirían en ese plan: aburridas, indiferentes,
picajosas, demasiado enrolladas para vivir, hasta que se emborracharan, momento
en el que alguien pondría la radio y ellas se lanzarían a bailar en el pequeño
espacio que había entre las camas, y alguien empujaría a una de las chicas
hacia el catre y, en la oscuridad, los cuatro se convertirían en parejas
fornicadoras casi al azar, con la luz colándose por la cortina de la ventana,
y luego alguien vomitaría, y algo después alguien sugeriría un cambio de
pareja, y al cabo de una hora de insípida tabarra, puede que ellas se prestaran
o que no, y todo el mundo se acabaría quedando frito de alcohol y aburrimiento,
y la radio seguiría poniendo música a sus confusos sueños, y al final no
habría más remedio que despertarse. Qué manera de perder el tiempo, se dijo
Jack. Negó con la cabeza, tratando de deshacerse de esa abrumadora sensación
de desperdicio. Había venido a San Francisco a pensar, y a este paso no iba a
hacerlo nunca. Siempre acababa optando por lo más sencillo, por lo primero que
tenía a mano.
En la cama, una de las chicas, Mona, le echó un vistazo y le dedicó
una bonita sonrisa:
—¿Se te ha comido la lengua el gato?
—Pongamos la radio, bailemos o algo así —le dijo Jack—. Hagamos algo.
Quería acabar de una vez, como si se tratara de un trabajo o una pelea.
(Don Carpenter, Dura la lluvia que cae, Barcelona, Duomo ediciones,
2012, pg 111)
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