—Un paisano…—me llega de nuevo la voz de Cecilio—. Ha denunciado al
Alameda, el bar… le birlaron la nómina… Ayer por la tarde… Ya sabes.
—¿Ya sé, qué?
—… Las cartas.
Así que las cartas. Cecilio sabe que tengo un garito y no se ha
atrevido a hablarme directamente. Sabe también que nuestra comisaría es la
encargada de ponerle cerco al juego clandestino. Es un cometido menor que tengo
asignado.
Conozco el Alameda. Se organizan partidas los sábados por la tarde,
flor y giley, sobre todo nóminas.
—¿Lo vas a atender?
Cecilio ha forzado la voz, que resulta casi imperiosa. Creo que da a
entender que si no me encargo yo se encargará él.
—Sí —me limito a responderle.
[…]
—Invítame a entrar.
Durante un par de segundos el tipo no parece comprender lo que le he
pedido, luego abre la puerta del todo para dejarme pasar; me dispongo a hacerlo
cuando se me viene encima empujándome con su cuerpo y apresurándose a salir al
rellano echando una mirada rápida sobre el hombro y entornando la puerta.
—Afuera… mejor.
Retrocedo un par de pasos y me apoyo en la barandilla.
—¿Te parece bien aquí?... Decríbeme, anda, a las personas que te
vaciaron la cartera.
Mira otra vez sobre el hombro hacia la puerta entornada; cuando de
nuevo me mira a mí, su expresión es de agravio. Comienza a soltar palabras con
cierta precisión, enrojeciendo y excitándose cada vez más.
De los cuatro o cinco tipos que me describe conozco sólo a dos, no
caigo quiénes son los otros, pero da igual porque también se dejaron el jornal.
Los dos que conozco son un tal Felipe y un tal Juan, así se presentan, sin más,
seguramente son sus nombres de guerra. Dos fulleros, del padrón de Madrid, dos
tíos baratos que buscan partidas por los pueblos porque la capital les viene
grande. Sé que aparecen por Puertollano cada mes o cada dos meses. Fidel me
dijo que habían pedido plaza en el garito pero que no se las dio.
El tipo me describe a los dos fulleros por cuarta vez, se ha olvidado
de los otros, ha comprendido que fueron éstos los que se quedaron son su
dinero. Conoce también la media docena de trucos que emplearon para limpiarle.
—Si conoces todos los trucos, ¿por qué no se lo disjiste? ¿Por qué no
los empleaste tú?
Mi pregunta parece dejarle en blanco, me mira pero no me ve.
—… Me había pasado —balbucea.
Trata de decirme que había tragado demasiado para emplear los trucos,
si no sí lo habría hecho. Dejo transcurrir medio minuto y me despego de la
barandilla.
—Veré lo que podemos hacer.
Le miro a los ojos. Estoy a punto de decirle que las timbas están
prohibidas, pero seguro que conoce la existencia del garito. Así que me limito
a darle un consejo gratis:
—Otra vez no saques la cartera delante de desconocidos. O no le quites
el tapón a la botella.
(Julián Ibáñez, Giley,
Barcelona, RBA libros, 2010, pg 61)
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