El problema de ese poder es que era intangible. No lo usufructuaba
nadie. Mientras Jack estuvo allí, la mayoría de los chicos culpaban al hombre
que estaba al mando del orfanato de ocupar el centro del poder; creían que todo
lo que les sucedía, y lo que no, partía de ese señor alto, corpulento y de
cabello blanco. Pero un día, hacia la mitad del recreo de los chavales del ala
de Jack, vieron a ese hombre atravesar el patio con las manos a la espalda y la
cabeza apuntando hacia delante (siempre caminaba así cuando se sentía enfadado
y colérico) y, de repente, vieron cómo se detenía de improviso, miraba directamente
al cielo, emitía un gruñido y caía hacia atrás; vieron cómo se pegaba una
costalada contra el suelo y cómo se lo llevaban, descubriendo al siguiente día
que lo que habían presenciado era la muerte de ese hombre, que habia sufrido un
ataque al corazón y ya había muerto cuando lo llevaran adentro y le quitaran la
ropa. Y esa noche, todos los chicos del ala de Jack albergaron una dicha
secreta ante la muerte del hombre, y muchos de ellos pensaron sinceramente que
iban a ser liberados, ahora que había desaparecido el centro de poder; o, por
lo menos, que sus vidas cambiarían de manera magnífica y por fin serían libres
de la mecánica tiranía de aquel sujeto; hubo algunos que hasta creyeron que les
iban a dar caramelos. Pero aprendieron muy rápido. No tardó nada en haber otra
cabeza administrativa en el orfanato, alguien que sólo difería de su antecesor
en el aspecto. O sea, que la cosa era intangible: no se trataba de un hombre,
sino de una serie de normas. Tampoco serviría de nada robarlas del despacho y
quemarlas, ya que ni tan siquiera había un libro que las contuviese. Bastaba
con que las autoridades las conocieran. Podrías matarlos a todos y las normas
permanecerían. Ésa era la gran virtud de las reglas, se les decía en un
contexto algo distinto.
(Don Carpenter, Dura la lluvia que cae, Barcelona, Duomo ediciones,
2012, pg 139)
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