Su piel es blanca y pura. La naturaleza ha trazado sus líneas con
decisión y elegancia. Tiene los pezones pequeños, de un marrón muy claro, como
dos hojitas secas pegadas a su piel. Destaca la masa negra, espesa, del matojo,
como si el dibujante hubiera trazado una larguísima línea negra, ovillándola y
enredándola para ocultar el agujero.
Con el surtidor desparramado le acaricio la cabeza… el cuello… la
espalda… los pechos… los muslos… La voy a tener bajo el agua hasta que implore
basta. El chorro aguijante trata de despegar las dos hojas de sus pezones que
levantan los puños.
Se yergue un poco, echa la cabeza hacia atrás, abre los ojos y su
cuerpo tiembla en un escalofrío. Cierro el grifo y cuelgo la ducha. La cojo del
brazo, tiro de ella hasta ponerla de pie y la saco de la bañera. La envuelvo en
una toalla. La cojo en brazos y la llevo a la cama.
Sin quitarle la toalla, le echo la sábana y la colcha por encima.
Continúa con los ojos abiertos, pero no parpadea, como si se encontrara en
trance.
Regreso al cuarto de baño. Contemplo mi rostro en el espejo. Vacío. Me
cepillo los dientes, supongo que lo hago para quitarme el sabor a vómito, aunque
ya no lo noto, tampoco me ha molestado. Abro el agua. Antes de meterme debajo
regreso a la habitación para comprobar si se ha dormido. Continúa con los ojos
abiertos, me está mirando. Me siento en la cama, la tomo de la barbilla y le
hago volver la cabeza. Me inclino y la beso en los labios. Abre un poco los
suyos para recibirme, pero el resto del cuerpo permanece ausente. Mis manos
retiran la colcha y la sábana, luego retiran la toalla. La acaricio,
suavemente, convertidos mis dedos en agua. Las yemas acarician sus pezones de
madera. Junto mi cuerpo con el suyo, besándola en el cuello. No reacciona. Me
echo sobre ella, mis piernas separan las suyas, se la meto y le doy al asunto.
Tomo aire dejando que mi peso la oprima. Incorporo el torso apoyándome
en los brazos. La miro. Tiene los ojos cerrados. Giro el cuerpo librándola de
mi peso. Me quedo de espaldas, contemplando el techo. No sé si ella se ha
corrido. Tampoco me importa, no soy de esos tipos que lo escriben todo en un
diario.
(Julián Ibáñez, Giley, Barcelona,
RBA libros, 2010, pg 24)
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