Son pasadas las diez cuando Marcial trae otra fuente de sándwiches y
más tragos.
El Embajada no es un tugurio como el Alameda, o el Mañas. Es un bar de
copas, no de alterne, con cierta clase, sus clientes son profesionales de
mediana edad, matrimonios que los fines de semana salen a tomar una copa;
trabaja bien los viernes y los sábados por la noche. Moqueta azul océano en
toda la planta superior; barra acolchada, de badana negra con grandes botones
de nácar; paredes tapizadas de un tejido como terciopelo azul de medio tono; y
una buena dotación de apliques de latón en las paredes.
Ollero ocupa la silla a mi derecha y el quinqui a mi izquierda. Fidel
se sienta enfrente. El quinqui ha cambiado el traje por unos pantalones
holgados color arena y una de esas camisas Lacoste, fresa. Su atuendo continúa
sin encajar con su rostro ni con sus manos, que son cuadradas.
Todo se ha desarrollado según el guión. Hemos echado un mus, de entrada
y salida, para ponernos en marcha, luego vendría chivito o giley. La transición
ha resultado demasiado sencilla, ha sido Ollero quien ha hecho la propuesta,
mostrándose impaciente. Han preferido giley, sin dudarlo. Algo a añadir a los
detalles extraños: giley. Ollero tiene que saber que es un juego de ventaja y
que se está jugando los billetes contra dos socios.
(Julián Ibáñez, Giley,
Barcelona, RBA libros, 2010, pg 53)
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