martes, 11 de diciembre de 2012

Universo cutre


Giley, Julián Ibáñez

Cuando leemos traducciones o literatura hechas en España, los lectores hispanoamericanos solemos renegar con términos que nos son ajenos. Delicias de nuestro amado idioma común. Aunque, a fuerza de libros y libros, con algunos de ellos ya nos vamos familiarizando. Uno de esos términos es “cutre”. Propongo dos maneras de aprender el significado de “cutre”. La primera es el RAE: “Pobre, descuidado, sucio o de mala calidad. Un bar, una calle, una ropa cutre”. No está mal. La segunda manera es zambullirse en el universo cutre de las novelas de Julián Ibáñez. Como en Giley.

Cobos es el narrador y protagonista de esta novela. Es policía en la ciudad manchega de Puertollano. Cobos empieza muy mal la historia. Lo acaban de golpear en la cabeza con un caño. Sólo sabe que fue una chica. No le vio la cara, pero sí que llevaba un vestido rosa. Hay un detalle: el incidente sucede en el garito que el propio Cobos regentea. ¿Qué hacía la chica ahí, en ese lugar clandestino? ¿Por qué el ataque? Es lo que se pregunta Cobos, y echa con esa pregunta a rodar la historia, que se acelera cuando la chica aparece flotando en el río y todas la miradas se vuelven hacia el tipo que andaba preguntado por ella. Es decir, hacia Cobos.

En un escenario de un calor infernal, en tugurios de carretera, cruzándose con gitanos, quinquis y borrachos, va Cobos hundiéndose en una trama de chantaje y asesinato que lo arrastrará a un final nada feliz.

Hay tres logros principales que yo le veo a este hard boiled ibérico de altísima graduación. El primero, la construcción del ambiente. La escenografía de la novela, la puesta en escena digamos, es absolutamente vívida. Uno como lector sufre el calor seco de la meseta, respira el polvo que flota al costado de la ruta, entrecierra los ojos cuando cambia el sol deslumbrante por la oscuridad de un bar de camioneros. Y los habitantes que animan esa escenografía no se quedan atrás. Todos enojados, cabreados, de muy mal humor: prostitutas africanas o eslavas, estafadores, policías y guardias civiles corruptos, gitanos. Es ese universo cutre del que hablaba al principio, hecho de sexo duro, de tragaperras y alcohol de garrafón, tan característico de las novelas de Ibáñez como lo son los bares tristes de Malasaña en las novelas de Juan Madrid.

El segundo logro, la voz del narrador. Cobos es un duro al que ya no le importa nada. Lo echaron de Madrid y vino a parar a Puertollano, y su único interés es sobrevivir y jugar a las cartas. No persigue justicia. No persigue nada. Sabe dónde comer o beber, dónde jugar y dónde trabajan las chicas ilegales: conoce todos las cuevas y tugurios. Y puede ser violento, y seco como un tronco quemado.

Y el tercero, el particular modo de Ibáñez de llevar la trama de la historia. Que por momentos parezca confusa o mezclada para el lector no le quita mérito. Al contrario: es una muestra del oficio de Ibáñez que respeta a muerte el punto de vista de su narrador —uno va entendiendo lo que pasa al mismo tiempo que el propio Cobos­—, respetando así al lector y al propio personaje, eximido de ir explicando a cada rato su accionar o el de los otros actores.

Esto último hace que Giley no sea una novela fácil. Es corta y de buen ritmo, sí, pero no es fácil. Si estás dispuesto a seguirlo a Cobos y ver con sus ojos, si estás dispuesto a meterte de lleno en esos lugares que tal vez conozcas —aunque jamás lo admitirías en cierto círculos—, vas a disfrutar mucho de este Ibáñez, un purísimo pulp español.

11/12

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