Giley, Julián Ibáñez
Cuando leemos
traducciones o literatura hechas en España, los lectores hispanoamericanos solemos
renegar con términos que nos son ajenos. Delicias de nuestro amado idioma
común. Aunque, a fuerza de libros y libros, con algunos de ellos ya nos vamos
familiarizando. Uno de esos términos es “cutre”. Propongo dos maneras de
aprender el significado de “cutre”. La primera es el RAE: “Pobre, descuidado,
sucio o de mala calidad. Un bar, una
calle, una ropa cutre”. No está mal. La segunda manera es zambullirse en el
universo cutre de las novelas de
Julián Ibáñez. Como en Giley.
Cobos es el
narrador y protagonista de esta novela. Es policía en la ciudad manchega de
Puertollano. Cobos empieza muy mal la historia. Lo acaban de golpear en la
cabeza con un caño. Sólo sabe que fue una chica. No le vio la cara, pero sí que
llevaba un vestido rosa. Hay un detalle: el incidente sucede en el garito que
el propio Cobos regentea. ¿Qué hacía la chica ahí, en ese lugar clandestino?
¿Por qué el ataque? Es lo que se pregunta Cobos, y echa con esa pregunta a
rodar la historia, que se acelera cuando la chica aparece flotando en el río y
todas la miradas se vuelven hacia el tipo que andaba preguntado por ella. Es
decir, hacia Cobos.
En un escenario de
un calor infernal, en tugurios de carretera, cruzándose con gitanos, quinquis y borrachos, va Cobos
hundiéndose en una trama de chantaje y asesinato que lo arrastrará a un final
nada feliz.
Hay tres logros
principales que yo le veo a este hard boiled
ibérico de altísima graduación. El primero, la construcción del ambiente.
La escenografía de la novela, la puesta
en escena digamos, es absolutamente vívida. Uno como lector sufre el calor seco
de la meseta, respira el polvo que flota al costado de la ruta, entrecierra los
ojos cuando cambia el sol deslumbrante por la oscuridad de un bar de camioneros.
Y los habitantes que animan esa escenografía no se quedan atrás. Todos
enojados, cabreados, de muy mal humor:
prostitutas africanas o eslavas, estafadores, policías y guardias civiles corruptos,
gitanos. Es ese universo cutre del
que hablaba al principio, hecho de sexo duro, de tragaperras y alcohol de
garrafón, tan característico de las novelas de Ibáñez como lo son los bares
tristes de Malasaña en las novelas de Juan Madrid.
El segundo logro,
la voz del narrador. Cobos es un duro al que ya no le importa nada. Lo echaron
de Madrid y vino a parar a Puertollano, y su único interés es sobrevivir y
jugar a las cartas. No persigue justicia. No persigue nada. Sabe dónde comer o
beber, dónde jugar y dónde trabajan las chicas ilegales: conoce todos las
cuevas y tugurios. Y puede ser violento, y seco como un tronco quemado.
Y el tercero, el particular
modo de Ibáñez de llevar la trama de la historia. Que por momentos parezca
confusa o mezclada para el lector no le quita mérito. Al contrario: es una
muestra del oficio de Ibáñez que respeta a muerte el punto de vista de su narrador
—uno va entendiendo lo que pasa al mismo tiempo que el propio Cobos—,
respetando así al lector y al propio personaje, eximido de ir explicando a cada
rato su accionar o el de los otros actores.
Esto último hace
que Giley no sea una novela fácil. Es
corta y de buen ritmo, sí, pero no es fácil. Si estás dispuesto a seguirlo a
Cobos y ver con sus ojos, si estás dispuesto a meterte de lleno en esos lugares
que tal vez conozcas —aunque jamás lo admitirías en cierto círculos—, vas a
disfrutar mucho de este Ibáñez, un purísimo pulp
español.
11/12
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