Se había vuelto a ir. Jack deambuló por el casino, la cafetería y la
piscina. Por donde iba, no había más que gente haciendo ruido, un murmullo constante
que él asociaba al de San Quintín, que no era tan acusado, pero sí igual de
permanente. Pero esa gente no estaba en la cárcel, ni siquiera en una prisión
metafórica. Jack había conocido a reclusos que decían que todo el mundo estaba
en la cárcel, que la vida era un presidio, igual que la sociedad, y que hasta
estar atrapado en tu propia identidad era equivalente a la encarcelación; pero
Jack no se lo creía: la cárcel era la cárcel y no había más que hablar. La gente
podía sentirse atribulada, o creer que se la ahogaba o reprimía, hasta podía
sentirse atrapada, pero no estaba en la cárcel. No tenía nada que ver una cosa
con otra. Puede que el hotel fuese una «jaula de oro» para los aburridos y los
solitarios, pero eso no se parecía en nada a ser enviado a prisión.
(Don Carpenter, Dura la lluvia que cae, Barcelona, Duomo ediciones,
2012, pg 277)
No hay comentarios:
Publicar un comentario