jueves, 31 de octubre de 2013

Aldabas

¿Qué le dice un Investigador Avanzado en Fenómenos Paranormales a una mujer a la que le han echado mal de ojo y recibe la visita de fantasmas? Una vez hechas las oportunas presentaciones, Foley le preguntó a la señora Karmanos:
—¿Se acuerda de Gene Wilder en El jovencito Frankestein? Está admirando la puerta del castillo y dice: «¡Vaya par de aldabas!». Y Terry Garr le contesta: «Gracias, doctor».
Danialle pareció sonreír, aunque Foley no estaba seguro. Parecía colocada o con resaca.
—Tiene usted las mismas aldabas en la puerta —señaló Foley—, con ese sonido metálico.

(Elmore Leonard, Perros callejeros, Madrid, Alianza Editorial, 2011, pág. 137)



miércoles, 30 de octubre de 2013

El Pequeño Jimmy

El Pequeño Jimmy no era como Foley lo había imaginado. En las fotos en color que Dawn le había enseñado, el tío se parecía a Al Pacino en el papel de Tony Montana, en Scarface: con un traje blanco, camisa de cuello ancho, el pelo oscuro sobre la frente, igual que Tony. Ese día el Pequeño Jimmy tenía otro estilo. Llevaba un traje oscuro, entallado y abotonado, con el cuello de la camisa alto y rígido, nada que ver con el de Tony; los pantalones estrechos y rectos y unos mocasines de cocodrilo relucientes, con tacón cubano.
Foley se había puesto una camiseta, unos Levi's nuevos que le resultaban muy cómodos y unas Reebook blancas que Adele le había enviado hacía más de un año. Llegó al patio justo cuando el Pequeño Jimmy aparecía en el camino que rodeaba la casa. Dawn lo estaba esperando. Lo besó en la boca y dejó que su mirada se fundiera con la de él, antes de volverse hacia Foley.
—Jack, éste es mi amigo, el Pequeño Jimmy, conocido también como el Monje. ¿Verdad que es una monada? Se tiñe el pelo, pero ¿quién no? Y éste es Jack Foley, el ladrón de bancos más famoso del país. Se ha retirado y jura que nunca volverá a atracar un banco.
¿De dónde se había sacado esa idea? Era verdad que, en su fuero interno, Foley se decía que no habría más bancos, pero nunca lo había jurado. Se acercó a Jimmy Ríos, que posaba con las manos en las caderas, los dedos hacia atrás, los hombros caídos de manera informal, como si no tuviese nada que demostrar. Foley decidió que era un tipo simpático. ¿Por qué no?
—Dawn me ha enseñado una foto tuya, Jimmy, de cuando todavía estabas en Florida. Y pensé: «Joder, es igualito que Tony Montana». —Vio que el otro sacudía la cabeza, harto de oír siempre la misma historia, aunque sonrió de todos modos. Se pasó una mano por el pelo, negro y denso, peinado a raya y caído sobre la frente, sujeto con una diadema de carey por detrás de las orejas. Raro, aunque no le quedaba mal—. Veo que estás hasta las narices de que te comparen con Tony.
—Pues sí. Verás —dijo Jimmy—, en esa época todo el mundo se creía Tony Montana. Hasta los que no se le parecían querían hablar como él. Tony decía: «Lo único que tengo en este mundo son mis pelotas y mi palabra. Y no estoy dispuesto a romper ninguna de las dos cosas por nadie, ¿lo has entendido?».
—Eres él, tío; eres Tony —asintió Foley. Y añadió—: «Ya tú sabes que he enterrado a esas cucarachas». ¿Cuántas veces has visto esa peli?
—Suelo decir que más de veinte. Es posible, aunque no lo sé. Hasta que nos hartamos. Un día dejé de verla. De pronto me pregunté: «¿De verdad lo dices en serio? ¿Por qué quieres parecerte a ese patán? Es un capullo. Ni siquiera sabe por qué la cagó».

(Elmore Leonard, Perros callejeros, Madrid, Alianza Editorial, 2011, pág. 79)




martes, 29 de octubre de 2013

¿Qué cuadro, Jack?

Cundo le llamó desde Glades el cuarto día, por la mañana. Foley estaba a punto de subir a la azotea.
—¿Qué te parece?
Foley dijo que era la casa con la que siempre había soñado.
—¿Te gusta, eh? ¿Has visto a Dawn?
—Todavía no. Acabo de terminar de contar las fotos que tienes de ella. ¿Sabes cuántas son?
—Le hice lo menos cien, tío. No podía parar.
—Treinta y siete, sin contar las que están pegadas en la pared, sin enmarcar, porque no te dio tiempo. Eres un tío importante, Cundo. He visto tus fotos con tus colegas de Hollywood. Incluso he reconocido a uno o dos. Pero Dawn sale sola en todas.
—Son fotos íntimas —dijo el cubano—. Las hago cuando percibo algún estado de ánimo especial.
—Cuando la veo en las fotos, tengo la sensación de que me está mirando.
—Eso es —dijo Cundo, al otro lado de la línea.
—Quiero decir que es como si de verdad me estuviera viendo.
—Sí. Sé lo que quieres decir: ella sabe que la estás mirando.
—Aunque sean fotos de hace siete años.
—Casi ocho. Tiene ese don, tío. Sabe que estás ahí. Verás, cuando le hago una foto, la miro a los ojos y noto que está pensando algo. Y cuando miro una foto, me pasa lo mismo. Cuando volvimos de Las Vegas no podía parar de hacerle fotos. Un día cogí una y le pregunté: «Cariño, ¿en qué pensabas cuando te hice esta foto?». Me imaginaba que haría una mueca y diría que cómo iba a acordarse. Pero no. Dawn dijo que no estaba pensando, que estaba sintiendo cuánto me amaba. Todos estos años sola, tío, y todavía me está esperando; todavía dice que me quiere. ¿Te lo puedes creer?
No, Foley no podía.
—No se puede pedir más —dijo—. ¿Cuándo empezaste a hacer fotos?
—¿No te acuerdas que te conté que el tío que me metió tres balas en el pecho, y que no me dio en el corazón por muy poco, hacía fotos? De negros en la iglesia, agitando los brazos. Un cementerio: la gente bajo la lluvia. Una judía vieja pintándose los labios. Joe LaBrava trabajaba en el Servicio Secreto, pero lo dejó y se hizo famoso haciendo fotos. Y entonces pensé: ¿Es así de fácil? ¿Ponerse a hacer fotos de la vida normal, de las cosas que ves todos los putos días, y con eso te haces famoso? Pero hasta ahora sólo he hecho fotos de Dawn.
—Son buenas —dijo Foley—. Y el cuadro también me gusta.
Y supo que había metido la pata cuando el cubano preguntó:
—¿Qué cuadro?

(Elmore Leonard, Perros callejeros, Madrid, Alianza Editorial, 2011, pág. 51)


sábado, 26 de octubre de 2013

Amores perros

Perros callejeros, Elmore Leonard

Cundo Rey y Jack Foley se hacen amigos en una cárcel de Florida. Cundo es un marielito y exbailarín de club nocturno que sobrevivió a tres balazos (*), se hizo rico vendiendo drogas a los actores de Hollywood, y terminó condenado por asesinato. Foley, famoso ladrón de bancos que nunca iba armado, estaba preso desde que lo mandó, bala mediante, la agente federal Karen Cisco (**). En la cárcel de Glades Cundo y Jack se hicieron inseparables: se hicieron perros callejeros, road dogs. Pasaban todo el tiempo juntos, y Cundo le hablaba a Jack de su fortuna y de sus casas en Venice Beach, todas a nombre de su amigo, también cubano, Jimmy “el Monje” Ríos. Le hablaba de su novia, la despampanante Dawn Navarro (***), y de cómo ella permanecía fiel y enamorada, esperándolo. Tan buen amigo resulta Cundo que un día paga 30 de los grandes a una famosa abogada, y logra que Jack salga de prisión. Cundo le pide, por el momento, un único favor a cambio: que vaya a cuidar de la bella Dawn a una de sus casas de Venice. Y Jack va. Desde luego, es fácil imaginar que entre ellos dos habrá más contacto que el que Cundo hubiera autorizado. Y lo hay.

Dawn, que sostiene que en otra vida fue reina en el Antiguo Egipto, “trabaja” de médium para las millonarias insatisfechas de Hollywood. Así es que le pide ayuda a Jack para, juntos, estafar a una viuda que quiere desalojar de su casa el espíritu de su marido. Y él, sin gran entusiasmo, se deja convencer. Pero lo que tiene preocupado a Jack es qué le va a pedir realmente Cundo a cambio por aquel favor de la abogada. Sobre todo cuando se entera que Cundo será liberado en pocos días. ¿Le pedirá armar algún atraco bancario? ¿Y Dawn? ¿No parece que ella tuviera sus propios planes para él? ¿Acaso usarlo para quedarse con la fortuna del cubano? En resumen, todos quieren algo de Jack. Pero Jack sólo quiere vivir en paz.

Perros callejeros tiene todo lo que entrega cualquiera de las buenas novelas de Leonard: diálogos excelentes, anécdotas que son cuentos dentro de la novela, una galería de extravagantes personajes secundarios (entre los que destaca Lou Adams, el agente del FBI obsesionado con Jack, que quiere atraparlo robando un banco y volcar toda la historia en un libro) y los acostumbrados guiños para cinéfilos.

Pero es la tensión entre Cundo, Dawn y Jack la que mueve la historia. Nadie confía mucho en nadie. Todos parecen simpáticos y cool, pero en realidad son peligrosos y, a veces, para peor, bastante estúpidos. No parece que nada suceda ni vaya a suceder, hasta que sucede. Hay mucha charla y mucho humor, hasta que en un momento —no cualquier momento sino el momento justo— la violencia estalla, y estalla en serio (gente termina en freezer).

Es pública la admiracien Riding the rap, vela anterior de Leonard. es d  pero en realidad son bastante peligrosos y, algunos, bastante estfinal yón que tengo por Elmore Leonard. No encontré todavía una novela suya que no quisiera recomendar. La excelente Perros callejeros, esta historia sobre la amistad, la lealtad y el precio de algunas personas, no es la excepción. Publicada en 2009, es una de las últimas novelas de Leonard traducidas al español. Un dato que cobra un nuevo significado ahora que Elmore colgó los guantes y le dio descanso a la vieja IBM.


Traducción: Catalina Martínez Muñoz

9/13

(*) en el final de Joe LaBrava, publicada en 1983, el fotógrafo protagonista del título dispara tres balazos a Cundo Rey. Elmore Leonard ha dicho en una entrevista que, interesado en incluir a Cundo en una nueva novela, fue a revisar ese final para constatar, con alivio, que en ningún lado decía que Cundo hubiera muerto. Fue entonces inventarle una terapia intensiva, un par de delitos más, una estadía en la cárcel con Jack Foley, y listo: Cundo ya podía protagonizar Perros callejeros.

(**) Jack había secuestrado —y enamorado— a Karen en Out of sight, novela de 1996


(***) Dawn también aparece en una novela anterior de Leonard. Es en Riding the rap, publicada en 1995, aparentemente no traducida al español.

sábado, 19 de octubre de 2013

Una casta antigua

—Has encajado la paliza mejor que muchos hombres que conozco.
—Ah. —Ree reclinó la cabeza en el sofá y cerró el ojo. Tenía ganas de hablar en su nube rosa, de charlar, de confesar algo tal vez—. Lo único que de verdad no aguanto... es... estar tan avergonzada... de mi padre. Ser un soplón va contra todo.
El viento sacudía las ventanas en los marcos. La luz del patio brillaba en el hielo viejo de los cristales. La madre respiraba con ronquidos cortos y sonoros que llegaban lejos. El aire olía a cenicero lleno.
—Es que os quería mucho. Ése era su punto débil.
—Pero...
—Mira, pequeña... muchos somos duros, muy duros de pelar, y lo somos mucho tiempo. —Señaló la habitación de la madre alargando el brazo abruptamente—. Connie, ahí presente, aguantó mucho también. Aguantó. Aguantó de verdad. Aguantó tiroteos y temporadas de cárcel de Jessup y un montón de mierda antes de que le saliera la gotera, no sé por qué, pero le salió una gotera y por ahí se le fue todo el sentido común.
—Pero ser un soplón...
—No lo fue siempre. No lo fue durante muchos, muchos años. Siempre tuvo la boca cerrada, pero la abrió una vez.
Ree miró la estufa y vio que Sonny estaba sentado en la cama, escuchando, con la espalda contra la pared; oía palabras de las que se alimentaría toda la vida. Ree dijo:
—Por eso ahora todo el mundo nos desprecia un poco, ¿no?
El tío Lágrimas emanaba de pronto un olor acre y recocido como de algo eléctrico que llevara enchufado mucho tiempo y se estuviera quemando. Encendió un cigarrillo, se inclinó hacia Ree y, al acercar la cara, la parte deshecha quedó expuesta a un tenue rayo de luz. Dijo:
—Los Dolly de por aquí no toleran un soplón en la familia... siempre hemos sido así. Somos de una casta antigua, todos nosotros, y nuestra ley fue dictada mucho antes de que el grandísimo Niño Jesús eructara leche y cagara amarillo. ¿Lo entiendes? Pero ese desprecio puede cambiar un poco. Con el tiempo. La gente ha visto de qué madera estás hecha, pequeña.
Ree lo miraba y él fumaba, lo miraba y esperaba adormilada, hasta que su tío se enderezó, abrió una bolsita de meta, sacó un poco de polvo con el dedo y esnifó, tosió y esnifó otro poco.
—Siempre me has dado miedo, tío.
Él dijo:
—Porque eres lista.

(Daniel Woodrell, Los huesos del invierno, Barcelona, Alba Editorial, 2013, pág. 117)