—Has encajado
la paliza mejor que muchos hombres que conozco.
—Ah. —Ree
reclinó la cabeza en el sofá y cerró el ojo. Tenía ganas de hablar en su nube
rosa, de charlar, de confesar algo tal vez—. Lo único que de verdad no
aguanto... es... estar tan avergonzada... de mi padre. Ser un soplón va contra
todo.
El viento
sacudía las ventanas en los marcos. La luz del patio brillaba en el hielo viejo
de los cristales. La madre respiraba con ronquidos cortos y sonoros que
llegaban lejos. El aire olía a cenicero lleno.
—Es que os
quería mucho. Ése era su punto débil.
—Pero...
—Mira,
pequeña... muchos somos duros, muy duros de pelar, y lo somos mucho tiempo.
—Señaló la habitación de la madre alargando el brazo abruptamente—. Connie, ahí
presente, aguantó mucho también. Aguantó. Aguantó de verdad. Aguantó tiroteos y
temporadas de cárcel de Jessup y un montón de mierda antes de que le saliera la
gotera, no sé por qué, pero le salió una gotera y por ahí se le fue todo el
sentido común.
—Pero ser un
soplón...
—No lo fue
siempre. No lo fue durante muchos, muchos años. Siempre tuvo la boca cerrada,
pero la abrió una vez.
Ree miró la
estufa y vio que Sonny estaba sentado en la cama, escuchando, con la espalda
contra la pared; oía palabras de las que se alimentaría toda la vida. Ree dijo:
—Por eso ahora
todo el mundo nos desprecia un poco, ¿no?
El tío Lágrimas
emanaba de pronto un olor acre y recocido como de algo eléctrico que llevara
enchufado mucho tiempo y se estuviera quemando. Encendió un cigarrillo, se
inclinó hacia Ree y, al acercar la cara, la parte deshecha quedó expuesta a un
tenue rayo de luz. Dijo:
—Los Dolly de
por aquí no toleran un soplón en la familia... siempre hemos sido así. Somos de
una casta antigua, todos nosotros, y nuestra ley fue dictada mucho antes de que
el grandísimo Niño Jesús eructara leche y cagara amarillo. ¿Lo entiendes? Pero
ese desprecio puede cambiar un poco. Con el tiempo. La gente ha visto de qué
madera estás hecha, pequeña.
Ree lo miraba y
él fumaba, lo miraba y esperaba adormilada, hasta que su tío se enderezó, abrió
una bolsita de meta, sacó un poco de polvo con el dedo y esnifó, tosió y esnifó
otro poco.
—Siempre me has
dado miedo, tío.
Él dijo:
—Porque eres
lista.
(Daniel
Woodrell, Los huesos del invierno, Barcelona,
Alba Editorial, 2013, pág. 117)
No hay comentarios:
Publicar un comentario