—Ha venido la
poli. Ese tal Baskin. Dijo que si mi padre no se presentaba en el juzgado la
semana que viene nos echarían de casa. Mi padre la puso como aval para pagar la
fianza. Nos la quitarán. Y también las hectáreas de bosque. Victoria, de
verdad, te lo juro, tengo que encontrarlo y convencerlo de que se presente.
El tío Lágrimas
se desperezó en la puerta del dormitorio y dijo:
—Eso no te
conviene. —Llevaba una camiseta blanca y pantalones de chándal granate oscuro
por dentro de unas botas sin atar. Abultaba poco más de un metro ochenta pero
la inquietud lo convertía todo en nervios y huesos, le hundía el estómago—. No
te pongas a buscar a Jessup. —Se sentó a la mesa—. Café. —Empezó a dar
golpecitos con los dedos en el tablero, marcando un ritmo de cascos de caballo—.
A ver, ¿de qué hostias va todo eso?
—Tengo que
encontrar a mi padre y convencerlo de que se presente en el juzgado.
—Verás,
pequeña, eso es una decisión personal. No tienes derecho a meter las narices en
esas cosas. Presentarse o no es cosa de quien va a ir a la cárcel, no tuya.
Lágrimas era el
hermano mayor de Jessup y había sido cocinero de meta más tiempo, pero un fallo
en el laboratorio le había arrancado la oreja izquierda y le había dejado una
cicatriz brutal de quemadura desde el cuello hasta la mitad de la espalda. No
tenía muñón en la oreja ni para sujetarse las gafas de sol, ni le crecía el
pelo en esa zona, y la cicatriz asomaba por encima del cuello de la camisa.
Tres lágrimas azules, una debajo de otra, tatuadas en tinta de cárcel, le caían
desde la comisura del ojo por el lado quemado de la cara. Sus colegas decían
que las lágrimas eran por tres espeluznantes hazañas carcelarias que habían
sido necesarias, pero de las que no se debía hablar sin ton ni son. Las
lágrimas decían todo lo que había que saber de ese hombre y la oreja perdida lo
decía otra vez. Por lo general, procuraba sentarse con el lado deshecho hacia
la pared.
(Daniel
Woodrell, Los huesos del invierno, Barcelona,
Alba Editorial, 2013, pág. 18)
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