El Pequeño
Jimmy no era como Foley lo había imaginado. En las fotos en color que Dawn le
había enseñado, el tío se parecía a Al Pacino en el papel de Tony Montana,
en Scarface: con un traje blanco, camisa de cuello ancho, el pelo
oscuro sobre la frente, igual que Tony. Ese día el Pequeño Jimmy tenía otro
estilo. Llevaba un traje oscuro, entallado y abotonado, con el cuello de la
camisa alto y rígido, nada que ver con el de Tony; los pantalones estrechos y
rectos y unos mocasines de cocodrilo relucientes, con tacón cubano.
Foley se había
puesto una camiseta, unos Levi's nuevos que le resultaban muy cómodos y unas
Reebook blancas que Adele le había enviado hacía más de un año. Llegó al patio
justo cuando el Pequeño Jimmy aparecía en el camino que rodeaba la casa. Dawn
lo estaba esperando. Lo besó en la boca y dejó que su mirada se fundiera con la
de él, antes de volverse hacia Foley.
—Jack, éste es
mi amigo, el Pequeño Jimmy, conocido también como el Monje. ¿Verdad que es una
monada? Se tiñe el pelo, pero ¿quién no? Y éste es Jack Foley, el ladrón de
bancos más famoso del país. Se ha retirado y jura que nunca volverá a atracar
un banco.
¿De dónde se
había sacado esa idea? Era verdad que, en su fuero interno, Foley se decía que
no habría más bancos, pero nunca lo había jurado. Se acercó a Jimmy Ríos, que
posaba con las manos en las caderas, los dedos hacia atrás, los hombros caídos
de manera informal, como si no tuviese nada que demostrar. Foley decidió que era
un tipo simpático. ¿Por qué no?
—Dawn me ha
enseñado una foto tuya, Jimmy, de cuando todavía estabas en Florida. Y pensé:
«Joder, es igualito que Tony Montana». —Vio que el otro sacudía la cabeza,
harto de oír siempre la misma historia, aunque sonrió de todos modos. Se pasó
una mano por el pelo, negro y denso, peinado a raya y caído sobre la frente,
sujeto con una diadema de carey por detrás de las orejas. Raro, aunque no le
quedaba mal—. Veo que estás hasta las narices de que te comparen con Tony.
—Pues sí. Verás
—dijo Jimmy—, en esa época todo el mundo se creía Tony Montana. Hasta los que
no se le parecían querían hablar como él. Tony decía: «Lo único que tengo en
este mundo son mis pelotas y mi palabra. Y no estoy dispuesto a romper ninguna
de las dos cosas por nadie, ¿lo has entendido?».
—Eres él, tío;
eres Tony —asintió Foley. Y añadió—: «Ya tú sabes que he enterrado a esas
cucarachas». ¿Cuántas veces has visto esa peli?
—Suelo decir
que más de veinte. Es posible, aunque no lo sé. Hasta que nos hartamos. Un día
dejé de verla. De pronto me pregunté: «¿De verdad lo dices en serio? ¿Por qué
quieres parecerte a ese patán? Es un capullo. Ni siquiera sabe por qué la
cagó».
(Elmore Leonard,
Perros callejeros, Madrid, Alianza
Editorial, 2011, pág. 79)
No hay comentarios:
Publicar un comentario