Cuando su padre
estaba en la cárcel, su madre se arreglaba mucho: todos los fines de semana por
la noche se ponía guapísima y quedaba para salir. Le brillaban los ojos y se
comportaba como una cría mientras esperaba, hasta que se oía una bocina y
decía:
—Luego vuelvo,
nena. Que te diviertas.
Volvía a la
hora del desayuno, cansada, desanimada y cohibida. De lo que deseaba huir
disimuladamente en esas noches de humo era del dolor de la soledad, pero luego
nunca lograba quitárselo de encima. A la hora del desayuno volvía a tenerlo en
la mirada. A veces volvía con señales en el cuerpo; Ree le preguntaba quién se
las había hecho y ella decía:
—Un admirador,
al despedirse.
—Hueles bien,
mamá.
—¿A flores?
—Más o menos.
Llegó un
momento en que la madre le contaría cosas de esas noches que pasaba en garitos
de carretera o en el East Main Trailer Court, o de cómo se había estropeado
todo en el motel River Bluff. La hora de contarlo llegó cuando tuvo la
sensación de que ya no estaba para más noches de humo y le dio por acariciar
los recuerdos de esas juergas sentada en la mecedora. Había recibido unas
cuantas palizas de amor en la vida y las había superado, pero lo que no podía
olvidar eran los latigazos en el culo de ligues de una noche, los polvos rápidos
de motel con tipos del Bar Circle Z Ranch o con golfos guapos en la ciudad.
Ésos no se le borraban de la cabeza, daban tumbos, proyectaban sombras eternas
sobre sus ojos. El amor y el odio siempre iban de la mano, así que era lógico y
natural que los matrimonios mal avenidos los confundieran de vez en cuando a
primera hora de la mañana y todo terminara con una hemorragia nasal o un pecho
morado. Pero la prueba de que el mundo era un asco era que un revolcón
intrascendente con un desconocido acabara con dientes rotos o quemaduras de
cigarrillo en las muñecas.
—Voy a revolver
un poco, a ver si encuentro tu maquillaje. Hoy te pinto para una gran ocasión.
—Como era
antes.
—Casi todo el
tiempo.
Pero aquellas
noches había disfrutado de momentos muy halagadores que luego había echado de
menos. Los comienzos tiernos que prometían no se sabía qué, el olor, la música,
nombres pronunciados a voces en lugares ruidosos, nombres que podían no
aprenderse nunca. La chispa de una diversión segura cuando dos hombres se aceleraban
al verla, tomaban la iniciativa al mismo tiempo e intentaban ganársela
susurrándole, cada uno en un oído. El deseo regodeándose al son de melodías
bailables, cadera contra cadera, las manos desconocidas amasando arrugas,
frunces, protuberancias tiernas, manos dulces, comparables a lenguas en los
rincones oscuros de esos momentos de bourbon. Acuciaba más el hambre de
palabras, y en voz baja se decían las necesarias, a veces con tan sincera
sinceridad que podía creerlas de corazón hasta que venían los jadeos desnudos y
el hombre empezaba a buscar sus botas por el suelo. Ese momento siempre le
chupaba la fe en las palabras y en el hombre, o en todas las palabras y en
todos los hombres.
—Quieta... ya
casi está seco.
Mientras su
padre estuvo en la cárcel, la regla era no ver jamás tres noches al mismo
semental. Una noche se olvida como un pedo, dos, como un retortijón, pero la
tercera noche con el mismo duele y para calmar el dolor habrá la cuarta, y la
quinta y una infinidad. Porque se pone el corazón en ello, los sueños dan
vueltas y el sufrimiento está en camino. El corazón hace que los sueños
parezcan ideas.
Ree fue a la
habitación de su madre y encendió la luz. Las paredes estaban empapeladas de
rosa desde los tiempos de la abuela. Había un tocador bonito de arce con vetas
y espejo que había sido de su tía Bernadette, hasta que una inundación
imprevista la pilló en un descuido en el puente bajo y ni siquiera devolvió
jamás su cadáver. Desde entonces era difícil no ver atisbos de su rostro en el
río o en el espejo. Encima de la cama había un retrato polvoriento y torcido
del tío Jack, que sobrevivió a Khe Sanh y a cuatro matrimonios y murió en
una pista de patinaje sobre ruedas por algo que se metió por la nariz. La cama
tenía partes de bronce, tubos gruesos de bronce en la cabecera y los pies; la
colcha era roja y estaba echada a un lado. A Ree la habían hecho en esa cama, y
una mañana lenta y sudorosa había sorprendido allí a su madre y a Milton el
Rubio haciendo a Sonny.
(Daniel
Woodrell, Los huesos del invierno, Barcelona,
Alba Editorial, 2013, pág. 32)
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