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lunes, 11 de agosto de 2014

Tracción a bourbon

Cuchillada en la oscuridad, Lawrence Block

Siempre se dice que en la novela negra la trama no suele ser lo más importante. Que, a menudo, lo que la novela negra tiene para decir lo dice por afuera de una trama. Esto no es tan cierto en aquellas obras más cercanas al whodunit o al “quién-lo-hizo”, donde sí, el entramado de sucesos importa en la explicación del enigma. Sin embargo, en las novelas de Lawrence Block que protagoniza Matthew Scudder, sólidas historias negras-con-enigma, la trama y casi cualquier otra cosa son arrasadas por un vendaval poderoso: el propio personaje de Matt Scudder.

El recuerdo que te quedará, lector, luego de leer cualquier novela de esta serie tiene un nombre: Matthew Scudder.

Scudder es un expolicía de Nueva York. Abandonó el cuerpo luego de participar de un tiroteo en el que una bala perdida mató a una niña. También abandonó a su familia y se acercó al bourbon. Se alojó en un hotel en Midtown Manhattan, y empezó a trabajar como detective sin licencia. “Hago favores a amigos, y en compensación me dan dinero” es su forma de definirlo. Y mientras los hace patea los bares, tironeando con el alcohol, metiéndose en las iglesias siempre a pensar, nunca a rezar. Este hombre reflexivo y tozudo y honesto y sediento de justicia tiene un solo motor: la culpa. Culpa por Estrellita Rivera, la niña aquella de la bala perdida.

En Cuchillada en la oscuridad Scudder debe aclarar un asesinato sucedido nueve años antes. En aquel entonces, al “asesino del piolet” había aterrorizado con sus crímenes a todo Brooklyn. El tipo, recientemente detenido, confiesa todos los crímenes que se le habían atribuido, menos uno. El de Barbara Ettinger. Y es el padre de Barbara el que viene a ver a Matt con la pregunta: si no fue él, ¿quién mató a mi hija?

Recorriendo medio Nueva York —cuyas calles son esencial parte de cualquier historia de Scudder—, gastando monedas en los teléfonos públicos, deslizando algún que otro billete entre sus viejos colegas, Matt encontrará la explicación que finalmente dará la paz al señor Ettinger y al alma de su hija. Pero no es eso lo que importa.

Lo que importa es Matthew Scudder.

Durante esta investigación él conoce a Janice. Se caen bien, y en poco tiempo terminan durmiendo juntos. No es que empiecen una relación ni nada, pero los une un vínculo muy poderoso: el alcohol. Y es ella, Janice, quien al final de la novela pondrá por primera vez —al menos por lo que recuerdo— a Scudder frente a su realidad de alcohólico. Desde luego, Matthew se escapa, se niega, pero ya no será el mismo.

Por desgracia, las novelas de Scudder no han recibido, desde lo editorial, ni por asomo la consideración que se merecen. Se las ha traducido y publicado sin ningún criterio lógico, y los lectores tenemos que rastrearlas “como una cerda ciega” y leerlas en cualquier orden. Por eso, tal vez te pase como a mí, que primero leí a un Scudder yendo a reuniones de Alcohólicos Anónimos, y saliendo con Elaine, y recién ahora a este que, aun perdiendo la batalla con el bourbon, todavía cree que “puede parar cuando quiera”. Parece que RBA ahora está reeditando varias de las historias, no sé si todas, no sé si en orden. En todo caso, eso es algo que pasa lejos, en España…

Lawrence Block es uno de esos autores en los que se encuentran la escritura precisa, con la sequedad justa, los diálogos perfectos, el personaje sólido, la trama que engancha. Que además ha escrito una pila de libros (a la serie de Scudder se suman la del ladrón Rhodenbarr y la del asesino Keller y la de Evan Tanner, y unos cuantos libros sobre escritura), lo que lo convierte en un mainstream de calidad como sólo suele darnos la literatura norteamericana. Un best seller a la altura de un Donald Westlake, por nombrar a otro autor de su generación, que los lectores del género en castellano no tenemos la suerte de disfrutar como deberíamos.

Que te quede claro: te va a ser difícil leer toda la serie de Scudder, diseminada en distintas colecciones a lo largo de décadas, pero creeme que cualquier esfuerzo que debas hacer será poco, y se verá recompensado con la lectura de un autor extraordinario y un personaje que no se olvida.

Traducción: Jane Mary Hayes

5/14


Seguí pinchando: no hay en el blog comentarios de otras novelas de Block. Ni de la serie de Scudder, ni de la de Keller ni de la de Rhodenbarr: imperdonable. Por eso, hoy te invito a que sigas pinchando por más info del personaje y el autor en los excelentes blogs amigos de Alice Silver, Mis detectives favoritos, o en el de Aramys, Viaje alrededor de una mesa, que saben mucho, pero mucho.

martes, 21 de enero de 2014

Carlitos' way

Chau, papá, Juan Damonte

Considero a la lista de imprescindibles de la librería Negra y Criminal una especie de canon. Desde luego, como a todo canon, también a este se lo debe tomar con pinzas. Pero leída gran parte de esa cincuentena de títulos clásicos, debo admitir que tienen bien ganado su lugar ahí. Sin embargo hubo para mí, hasta hace muy poco, un título enigmático entre ellos. ¿Quién era ese Juan Damonte? ¿Cómo puede estar en esa lista un libro de un autor argentino, que no es un autor clásico, un desconocido? ¿De qué va esa novela, Chau, papá, para tener aquella tapa tan pero tan fea? Supe, Google mediante, que Damonte había muerto en México, que esa era su única novela. Que cuando le otorgaron el Premio Hammett 1996 en Gijón, Paco Taibo II había dicho de él que era “un hombre singular y absolutamente desconocido”. No más que eso: Chau, papá quedó como un enigma en mi lista de improbables lecturas futuras. Enseguida me olvidé de ella, y de Damonte.

Hasta ahora, que aparece la Colección Código Negro, dirigida por Rolo Diez y Roberto Bardini. Una colección que, según anuncian, se las trae y que, como cualquier colección, busca iniciarse con títulos potentes: Código Negro elige cuatro, y uno de ellos es Chau, papá. Me tiré de cabeza y lo abrí con la idea de evaluar si era tan “imprescindible” como decían. Pero me bastó leer la primera página para entender que sí, que me falta tomar mucha sopa y que, una vez más, el librero no se equivocaba: no lo largué hasta terminarlo, día y medio más tarde.

La historia es la de Carlos Tomassini, joven integrante de una familia mafiosa de Buenos Aires. La acción transcurre en los días de su cumpleaños número treinta. La dictadura militar está naciendo y, como mandan sus genes, ya matando. Carlitos, que acaba de pasar cuatro años a la sombra, es convocado por su familia. Le comunican que van a invertir en un negocio legal. Que son tiempos de estarse quieto, de ir por derecha. Y que para ello cuentan con él. Un Carlitos sano, sobrio, limpio.

Lo que no es nada fácil porque Carlitos, claro, tiene sus amigos. Y sus asuntos pendientes con Roxana y el Francés, otro que acaba de salir libre. Carlitos se mantiene en pie a base de rayas de coca boliviana y botellas de whisky. Carlitos se desdobla en el Lúcido, y habla solo. Carlitos tiene un primo, el Ruso, que está en la guerrilla, y que no aparece por ningún lado.

Carlitos Tomassini es, en suma, una bomba lista para estallar. Y estalla, a lo largo de los dos días incendiarios que está por vivir.

Chau, papá es un tren imparable que arranca fuerte y no hace otra cosa que acelerar. Una historia cocaínica como la cabeza de Carlitos, y que funciona gracias a todo lo que Damonte pone en juego. O, mejor dicho, a pesar de todo lo que Damonte pone en juego. Porque su apuesta es ambiciosa: pareciera que Damonte intuye que esta será su única novela, porque se mete a contar todo junto. Y sale más que bien parado: nos deja una novela digna de cualquier canon del género.

Porque Damonte logra injertar en un contexto como el de aquellos días negros unos personajes puros del hampa, de los bajos fondos. Y funcionan. Aún cuando incluye un “lugar común” como la famiglia mafiosa italiana —algo raro en Argentina—, su historia funciona. Además, la instalación de la dictadura no se queda en mera descripción ambiental, sino que su terror interviene en el desarrollo de la historia. Y también funciona. Como funcionan las tensiones —esperables, naturales— entre la organización mafiosa y el primo descarriado, oveja negra, metido a revolucionario. Todo eso camina, testimoniando un oficio de rara estatura para un novelista primerizo. Pero el aspecto que más llamó mi atención fue la eficacia con la que el sentido del humor recubre esta historia ultraviolenta. Porque, créanme, hay pasajes francamente hilarantes —especial atención al cocoliche que habla el Nono–, y eso es muy difícil de lograr en una novela como esta, que no da respiro, que es palo y palo. Y no digo más, para no dar pistas sobre el desenlace apoteótico del final. Tira revoque, diría un amigo.

Con los valiosos rescates de Damonte y Tizziani —otro inhallable—, más las reediciones de Argemí y Lunar, Código Negro se planta en nuestro panorama editorial, bajando clara una línea: difundir la buena literatura negrocriminal escrita en castellano, tanto la de los clásicos que ya no están disponibles como la de autores nuevos. Y a precios accesibles.

Los amantes del género, agradecidos, los estaremos esperando con los dientes afilados.

12/13


PD: investigando para este comentario, encontré un texto que describe una anécdota en la que aparece Juan Damonte. No puedo asegurar que sea veraz, pero “cierra” con el autor que imagino, una vez leída su única novela (única publicada, porque parece que hubo otra). Curiosidad al margen, me resultaba familiar el nombre del autor del blog. ¿De dónde? De una final del premio Herralde, la que compartió con Carlos Busqued, cuya novela comenté hace poco por acá. Internet, como el mundo, también es un pañuelo.

jueves, 2 de enero de 2014

Dave Robicheaux: episodio piloto

La lluvia de neón, James Lee Burke

El día en que se va a sentar en la silla eléctrica, un tipo quiere pagarle un favor al policía Dave Robicheaux. Lo llama para contarle que hay gente interesada en liquidarlo. Unos narcos colombianos. Robicheaux y su compañero Clete Purcel no tardan en entender que el asunto tiene relación con un caso que estuvieron investigando, el de una prostituta negra que apareció flotando en el río. La policía del condado quiere cerrar el asunto diciendo que se ahogó por accidente. Pero Dave no está convencido: los pinchazos en el brazo de la chica le hablan más bien de una sobredosis homicida.

Robicheaux insiste en meter la nariz, y empieza a ponerse en contra a la policía local, a cargo del caso. También a aquel jefe narco, el que se la tiene jurada, que resulta no ser colombiano, sino nicaragüense. Encima, la aparición de un agente federal le revela que, detrás de ese narco, criado en la dictadura de Somoza, hay mucho más. Y muy turbio: mafiosos locales, agentes de inteligencia —de esos que pisan con un pie de cada lado de la línea de la ley—, tráfico de armas, apoyo a la contrainsurgencia en Centroamérica. ¿Les suena el tema Contras, allá en los 80?

En su investigación el terco de Robicheaux se va a meter en problemas con medio mundo. Lo echarán de la policía, recibirá golpes por todos lados, pero el que más duro le pega es su viejo demonio interno: el alcoholismo que arrastra desde que volvió de Vietnam.

Primera entrega de la serie de Robicheaux, que al día de hoy lleva veinte libros, La lluvia de neón es una novela muy entretenida. En ella ya se percibe el gran potencial y la calidad poco frecuente de la prosa de Burke, aunque la noté algo más floja estructuralmente que las novelas posteriores que leí del autor, en especial la extraordinaria El huracán. A juzgar por estas dos “puntas” —La lluvia de neón, de 1987, y El huracán, de 2007—, se nota que Burke no ha hecho otra cosa que capitalizar en oficio todos los años transcurridos. Desde luego, aún con las debilidades propias del episodio piloto de cualquier serie, esta es una novela que merece ser leída. Por la prosa y los diálogos de Burke, por la descripción de los escenarios de una Lousiana natural, violenta, blusera. Pero interesa aún más por ser una eficaz presentación del personaje de Dave Robicheaux. Acá hay mucha información de su pasado: su experiencia en Vietnam, su madre que lo abandonó, su padre y su hermano, el alcoholismo. Y de su presente: sus relaciones en la policía, su encuentro con Annie, con quien inicia relación, y en especial su vínculo con Clete Purcel. Purcel es un violento y borracho policía con el que trabaja Dave. Inician la novela con algo parecido a la amistad, y terminan de la peor forma. No obstante, sabemos por historias futuras, que volverán a formar un buen equipo.

Un interesante comienzo de serie para el gran personaje que es Robicheaux. Y un interesante ejercicio para apreciar la evolución de un autor de una elegancia inusual en el género.

Traducción: Claudia Martínez


12/13

viernes, 16 de agosto de 2013

Realismo negro, novela sucia

Mooch, Dan Fante

Bruno Dante es un escritor que está en las malas. Vino de Nueva York a Los Ángeles para presenciar la muerte de su padre y heredar su máquina de escribir. Pero hace rato que no produce algo decente. Las revistas le rebotan los cuentos. Encima lo despiden de su trabajo como vendedor de aspiradoras puerta a puerta. Y eso que Bruno lleva ya un tiempo sobrio. Todavía le da buena pelea a su alcoholismo galopante. Es difícil, pero resiste. Gracias a unos amigos consigue entrar a Consumibles Orbit, una empresa de venta telefónica. Su dueño, un individuo de disciplina marcial, resumen viviente de los libros de autoayuda y de management barato, es también un alcohólico recuperado. Bruno soporta sus sermones y, para su sorpresa, comienza a ganar algún dinero. Se le da bien eso del teléfono.

Enseguida conoce en Orbit a Jimmi Valiente, una hermosa mejicana ex bailarina de lap dance. Ella también, como casi todos ahí, se está recuperando de mil adicciones. El problema es que Jimmi es dinamita pura. La inestabilidad hecha mujer, una montaña rusa de subidones frenéticos y caídas en picada. Montaña rusa a la que Bruno, claro, se sube, obnubilado por la belleza y el magnetismo de la chica. Enamorarse de ella es para Bruno como enamorarse del mismísimo diablo.

Mooch es la corta y filosa, dura y divertidísima novela que narra el período de la vida que el loco de Bruno Dante —álter ego del autor— compartió con la pirada de Jimmi Valiente. Relación dolorosa, de amor asimétrico —amor al fin—, traerá recaídas, violencia y más soledad. Pero Dante es tan, pero TAN bueno que cerrás el libro con una sonrisa triste pero esperanzada (la cursilidad es mía, no de él).

Mooch es una novela excelente, perfecto ejemplo de eso que algunos llaman realismo sucio. Como toda definición de género, a la fuerza debe estirarse. Y así es que el llamado realismo sucio incluye a autores dispares, que van desde Bukowski hasta Richard Ford, pasando por el minimalismo de Carver o hasta por Russell Banks. Y Fante, claro. Y también John, el papá de Dan Fante (rescatado del olvido por el propio Bukowski, según él mismo cuenta en el prólogo de Pregúntale al polvo) (*).

¿Por qué comentar acá este libro, que no es policial ni novela negra? Además de porque es un tipo de literatura por el que me siento atraído, lo quise hacer porque encuentro —y me atrevería a decir que no soy el único, a juzgar por los lectores que sé “compartidos”— varios puntos en común entre este realismo sucio y cierta novela negra —género que el mercado también ha vuelto hoy “elástico”, hay que decirlo—, que es la que más me interesa.

Ambos son géneros realistas que se originaron en Estados Unidos, que se caracterizan por el lenguaje seco, corto, la precisión en las descripciones, la oralidad. Suelen compartir tanto los escenarios geográficos (suburbios, calles sucias, bares, casinos) como algunos protagonistas (perdedores, alcohólicos, adictos, violentos, trabajadores y desocupados).

Pero la coincidencia más fuerte, para mí, está en la postura que ambos géneros adoptan frente a un sistema, al orden de cosas imperante. Se sabe que desde sus orígenes la novela negra ha mostrado vocación de cuestionar, interpelar, denunciar un sistema con frecuencia perverso y alienante, cuyo emergente inevitable es el crimen. En cambio el realismo sucio, sobre todo en esta veta de Fante y Bukowski, afina el zoom para mirar cómo opera ese mismo sistema en las personas comunes, por fuera de cualquier episodio criminal de gravedad. Cómo afecta sus relaciones con otras personas, sus situaciones económicas. Cómo ese mismo sistema anestesia y aplasta a los débiles, cómo inyecta en sus venas desesperanza y desesperación. Una mirada macro, una mirada micro, el mismo sistema. Ahí está el punto de contacto: me gusta pensar que esos habitantes del realismo sucio, esos desamparados siempre a punto de saltar de la cornisa, son los potenciales criminales que, antes o después, vivirán en una novela negra.

Pero dejando de lado estas divagaciones, vuelvo a Mooch y a Fante, para decirte, estimado amigo, que no dejes de leer esta novela. Coincidas o no con mis argumentos, no la dejes pasar. Quizás no seas un escritor en las malas, ni un alcohólico intentando zafar. Quizás nunca fuiste víctima de los fundamentalistas del telemarketing. Tal vez no te hayas enamorado de una Jimmi en tu vida, o tal vez sí. Pero te apuesto lo que quieras que, en algún momento, te vas a sentir identificado con Bruno.

Y te vas a quedar pensando...

Traducción: Claudio Molinari Dassatti

6/13


(*): esta vertiente suele producir una literatura con fuerte impronta autobiográfica. Son habituales los personajes escritores, álter egos de los autores: como Dan Fante/Bruno Dante, también existen las parejas John Fante/Arturo Bandini y, los más famosos, Charles Bukowski/Henry “Hank” Chinaski.

sábado, 19 de mayo de 2012

Novela negra con happy hour

Trago amargo, F. G. Haghenbeck



A esta altura del partido, en el que el mote de “chandleriano” se ha repartido a lo largo y a lo ancho del Globo en tapas, contratapas, fajas y solapas de las novelas más variopintas, aún hay gente que se propone hacer una novela en homenaje a Raymond Chandler. Hay que reconocerlo: se necesitan mucho coraje y mucho talento. Algunos no dan la talla y se quedan en parodias involuntarias y, por lo tanto, olvidables. Otros, en cambio, logran un producto a la altura del homenajeado. Sin imitaciones, establecen cierta complicidad con el lector y la cosa funciona. Es el caso de F. G. Haghenbeck y su Trago amargo.

Sunny Pascal es un detective “mitad en todo”. Un sujeto de Hollywood lo recomienda para un trabajo especial. Él es mandado hacer para ese tipo de trabajos. Más si hay que hacerlo en tierra mexicana. Cuestión es que, en un par de días, Sunny arma su maleta con dos botellas de gin, una edición gastada de On the road, de Kerouac y su tabla de surf y viaja al sur. A Puerto Vallarta, donde John Huston comenzará a filmar La noche de la iguana. ¿El trabajo? Fácil: evitar que los actores se maten entre sí. Bienvenidos los reporteros de escándalos y su publicidad gratis pero, por favor, que nadie termine muerto “o peor aún, en una cárcel mexicana”.

Acodado en la barra del bar, se dispone a disfrutar de los tragos gratis y de las bellas mujeres que se mueven por el set. Pero Sunny, agudo observador de este mini Hollywood enclavado en medio de la belleza del Pacífico mexicano, enseguida percibe cuál es el cóctel más peligroso que tiene ante sí: los egos inflados de tantas estrellas, la tensión sexual en el ambiente y los intereses inmobiliarios apenas solapados en el proyecto de la película. En efecto, no pasa mucho tiempo hasta que unas joyas desaparecen, y la cosa se desmadra. Chicas drogadas, películas clandestinas y, desde luego, un muerto. Todo lo que Sunny necesita para mantenerse ocupado.

La narración en la voz de Sunny Pascal, los diálogos fluidos y las comparaciones exageradas, propias de la escritura “chandleriana” usadas con el buen criterio de Haghenbeck, resultan en una novela de ritmo ágil y muy entretenida.  Pero hay dos particularidades de Trago amargo por las que los lectores recordaremos este libro. La primera es la mezcla de personajes, escenarios y situaciones tomadas de episodios de la vida real: las estrellas de Hollywood Richard Burton, Ava Gardner, Liz Taylor y Deborah Kerr, el director John Huston, Puerto Vallarta y La noche de la iguana. La otra, absolutamente original (y en algún punto, también muy útil) es la idea de los tragos. Cada capítulo de la novela lleva el nombre de uno. No sólo eso: también se incluyen recetas y hasta una pequeña historia acerca de los orígenes de cada cóctel. En ocasiones hasta se sugiere la música adecuada para disfrutarlos. Como dije: útil e inspirador.

F. G. Haghenbeck, que además de escritor es guionista de cómics, se ha reconocido en alguna entrevista partidario de la literatura “escapista”, de lectura fácil y divertida. Su sano objetivo es entretener al lector. Con Trago amargo, este happy hour en clave de novela negra clásica, puede considerar que, al menos con este servidor,  lo ha cumplido con creces.



3/12

martes, 8 de mayo de 2012

Queremos tanto a Jack

La matanza de los gitanos, Ken Bruen


Qué personaje este Jack Taylor. Y qué escritor Ken Bruen. Y qué mala suerte que no haya más libros de él (de ellos) traducidos a nuestro idioma. Cuento nueve novelas en la web del autor, y sólo conozco traducciones de la primera, la segunda y la cuarta de ellas: Maderos, La matanza de los gitanos y El dramaturgo, ya comentada aquí. Ahora, si me piden una opinión inmediatamente diré que sí: sí que vale la pena ponerse a estudiar inglés para seguir el derrotero de Jack.

En esta historia, Jack Taylor regresa de Londres. Ha pasado un año desde aquel final de Maderos, y Jack vuelve a su lugar natural —Galway—, en su estado natural —hasta las manos de alcohol— o peor:  la cocaína vino a sumarse a su lista de adicciones.

El asunto es que, recién llegado, Jack no tiene un lugar donde vivir. Está de visita en el Nestor’s, el pub de sus amigos Jeff y Cathy, cuando aparece un viejo. Se llama Sweeper (=barrendero), un nombre que llena el aire de chistes fáciles. Sin embargo Jack, momentáneamente sobrio, se contiene y logra con esfuerzo prestar atención a su relato: alguien está matando a jóvenes gitanos de la colectividad de Galway. ¿Que si Jack está dispuesto a encontrar quién y por qué? ¿A cambio de una casa? “Mis instintos dijeron: «No». Yo dije: «Trato hecho»”: esa es la forma en que Jack toma sus decisiones. Ilustra bien la diferencia entre sobrio y lúcido.

En medio de borracheras recurrentes, y aprovechando la menor ocasión para meterse una raya de coca, Jack empieza a investigar. Reparte y recibe, pierde los dientes y balea alguna rodilla, captura a un chiflado que mata a los cisnes en el Claddagh. Cosas así. Un día se le aparece Kiki, una vieja novia de Londres. La invita al Nestor’s. Cuando ella se pone a hablar con Cathy, sale a la luz un detalle, apenas un detalle, olvidado por Jack: Kiki es su esposa. “Cielos, Jack, ¿cómo es posible que no nos dijeras nada?” le dice Cathy. “No lo sé. Creo que pensé que era una cosa de Londres. Ya sabes, volver a casa, dejar atrás el apartamento, todo aquello…”. Ese es un borracho de verdad.

En La matanza de los gitanos lo acompaña el set de personajes habituales, tan desquiciados como él. Jeff, Cathy y su pequeña Serena May. El detestable padre Malaquías. Y Keegan. El gran Keegan, policía londinense de ascendencia irlandesa. Un salvaje con todas las letras. Hay quien dice que en realidad Keegan es Brant, uno de los personajes de otra serie de Ken Bruen, la de los polis Roberts y Brant. Vaya uno a saber por qué, parece que Bruen tuvo que cambiarle el nombre acá. Brant es el autor de la célebre frase “Nací cabreado y he ido a peor”, frase que le va perfecto a Keegan. Me dan ganas de releer El gran arresto y ver si son el mismo monstruo.

Así, Jack va trabajando el caso. Tal vez la palabra trabajar le quede grande: Jack hace lo que puede, mientras libra La Madre de Todas las Batallas, es decir, la batalla contra sí mismo. Porque esa pelea de Jack contra Jack es la que nos maravilla y nos aterroriza mientras le seguimos los pasos. A veces autocomplaciente, a veces violento, siempre con el humor tan ácido como necesario, es el tipo de perdedor que se vomita encima y que ni siquiera tiene la claridad suficiente como para no arruinar en el lavarropas su campera de cuero. Jack es el habitante de infiernos que uno quisiera mantener bien lejos de sí. Y aún así no podemos dejar de sentirnos cercanos a él. ¿Por qué? ¿Porque viviendo un drama sigue riéndose de sí mismo? ¿Porque se equivoca y vuelve a empezar? ¿Porque se siente culpable de sus errores que pagan los otros? ¿Porque sólo entiende la justicia si sale de su propia mano? ¿Por su música y sus lecturas que provocan envidia?

Qué gran personaje es Jack Taylor. Y qué escritor es Ken Bruen.

Traducción: Antonio Fernández Lera
3/12

domingo, 15 de enero de 2012

¿Jack Taylor sobrio? Leer para creer…

El dramaturgo, Ken Bruen



Conocí a Ken Bruen y a su personaje Jack Taylor en su debut en castellano, Maderos. Me deslumbró. Tanto, que quise hacerme seguidor de la serie. Encontré un par de obras posteriores, pero el hecho de que se lo edite poco en nuestro idioma, y lejos de mi país, me obligó a recorrer la serie fuera del orden de publicación original, algo que normalmente trato de evitar.

Dos palabras sobre Jack Taylor. Es irlandés de Galway, sobre el Atlántico, justo del lado opuesto de Dublin. Es investigador privado, pero antes fue policía. Lo echaron, ya no recuerdo por qué, pero seguro que el alcohol tuvo que ver. Por que, sí, Jack es alcohólico. Pero alcohólico en serio. De esos que no recuerdan las cosas que les pasan, que tienen períodos en blanco: un desastre. Y eso sin contar sus asuntos con la cocaína. Pero también es un gran lector, y un tipo de un humor de acidez extraordinaria. A menudo recuerda con veneración a su padre que ya no está, y siempre odia a su madre, una vieja arpía internada en una clínica psiquiátrica.

La primera sorpresa en El dramaturgo es que Jack está sobrio. Le cuesta horrores, pero parece limpio de alcohol y de drogas. Sólo le queda el tabaco. ¿Qué pasó en el medio, en las historias que me perdí? No lo sé, pero debe haber sido muy fuerte. Aguantando como puede las tentaciones, en esta historia recibe varios encargos. El principal: su antiguo dealer, ahora preso, le pide que investigue la muerte de su hermana. Él no cree que haya sido un suicidio. Los hechos le van dando la razón cuando aparecen otras chicas muertas en circunstancias similares. Y en todos los casos aparecen libros del dramaturgo irlandés Synge junto a los cadáveres.

Pero hay otras subtramas. Jeff y Cathy son los dueños del Nestor’s, un pub en el que para Jack. Motero él, expunk londinense y recuperada yonqui ella, padres de Serena May —una niña que será muy importante en la vida de Jack—, tienen con él una extraña relación de amor-odio, pero que los tres entienden como amistad. Resulta que Jeff le cuenta de un conocido que fue torturado y castrado, lo que empuja a Jack detrás de los Lanceros, una especie de secta de esas que siempre vienen a “limpiar el mundo de escoria”. A la vez, mientras intenta avanzar en estos casos, el detective se encuentra con un viejo amor. Esto podría ser una buena noticia para muchos personajes, pero nunca para Jack Taylor: termina apaleado por el esposo de la dama. No sólo eso, sino que al final también se lleva de ella un escupitajo en la cara.

Novela de un humor negro que arranca sonrisas de las buenas, en El dramaturgo vuelven a aparecer las referencias literarias y musicales características de las novelas de Ken Bruen. Las citas y los nombres en gaélico, la presencia permanente del alcohol y el catolicismo —Jack es un tipo que va a misa, casi siempre sin entender muy bien por qué—, lejos de leerse como lugares comunes funcionan bien —mérito de Bruen— construyendo una feroz y a la vez afectuosa mirada sobre la forma de ser irlandés.

Me dio la sensación de que la traducción, de Daniel Melendez Delgado, podría haber sido más cuidadosa.

12/11