Algodón en Harlem, Chester Himes
Qué
bueno que es volver a leer a un clásico. Hacía una punta de años que no me
encontraba con el viejo Chester y con sus dos monstruos, Ataúdes Ed Jones y Sepulturero
Johnson. La lectura de un clásico suele tener un efecto especial en mí, una
sensación de orden, de que las cosas (las novelas en este caso, el género negro
todo) vuelven a estar en su lugar. En este sentido, es una práctica recomendable
aquella de “volver a las fuentes”, a leer a los tipos que inventaron todo esto.
Que dejaron su huella. ¿Quién puede dudar que Chester Himes fue uno de ellos?
Esta
novela, como todas las protagonizadas por los dos detectives, también
transcurre en Harlem. Que en los años sesenta todavía era un barrio bajo. Un ghetto. La pobreza y la exclusión lo
hacían el escenario ideal para situar novelas negras, si uno quería hablar de
los temas de los que Chester Himes siempre quiso hablar.
En
Algodón en Harlem la “anécdota” es el
robo (“modalidad comando” dirían hoy los cronistas cómodos de la tele) de
ochenta y siete mil dólares durante un evento popular de tintes religiosos.
Por supuesto, Ataúdes y Sepulturero serán los encargados de
resolver el caso. Y hasta ahí, es una novela del montón.
La
literatura de Himes se empieza a despegar de ese ordinario suceso policial
cuando sabemos más detalles de la trama. Veamos: el botín robado está formado
por los aportes de familias negras que entregaron todos sus ahorros (87 familias,
cada una ¡mil dólares!) a cambio de una promesa. Unas hectáreas de tierra, una
mula, unas semillas, y un viaje a África, la tierra prometida, el lugar de la
libertad. Si bien la víctima aparente del robo es el “Movimiento de regreso a
África”, liderado por el reverendo O’Malley, las víctimas reales son los negros
de Harlem que han sido convencidos por él. Engañados sería una palabra más
adecuada, ya que el carismático reverendo no es otro que Deke O’Hara, un ladrón
que acaba de salir de la cárcel y que ha montado el “movimiento” para hacerse
con el dinero de los ingenuos.
Sucede
que los ladrones esconden el botín en una bala de algodón (no en una bolsa, no
en una caja ni en ninguna otra cosa: en una bala de algodón), y la pierden
durante la huida. De modo que, instantáneamente, Harlem hierve con un montón de
gente buscando el botín: los detectives, el propio Deke, los ladrones. Y hasta el
sospechoso Coronel Calhoun, un atildado caballero sureño que aparece al frente
de un nuevo “Movimiento de regreso al Sur”. Propone a las familias que vuelvan
al “feliz Sur” en lugar de ir a hambrearse a “la desdichada África”. El
coronel, que luce distintivos de los Confederados, ofrece mil dólares a quienes
se sumen siempre y cuando se presenten trayendo … una bala de algodón.
Ataúdes Ed y Sepulturero Jones caminan entonces el barrio, ese escenario de la
negritud. Se hundirán en calles sucias, tomarán sus copas en bares oscuros,
hablarán con ladrones, prostitutas, estafadores. Cuando parece que están
trabajando para resolver el caso, siguiendo las órdenes de sus jefes, ellos
están, en realidad, haciendo otra cosa. Ataúdes
y Sepulturero están persiguiendo
justicia. Que no siempre es lo mismo que resolver un caso. Los dos detectives
—brutales y violentos hasta un nivel que hoy sería señalado por el dedo
biempensante— persiguen justicia porque tienen una muy clara conciencia de lo que
significa ser negro en los Estados Unidos, incluso en la liberal Nueva York de los
sesenta. Aún trabajando bajo las órdenes de policías blancos —el teniente
Anderson, con el que hay un mutuo respeto— esta conciencia está presente en
toda la actividad de los detectives, y podría decirse que es el núcleo mismo de
la literatura de Himes. Que, no por casualidad, es novela negra de la mejor.
Luego
de su paso por la cárcel, Himes comienza a ganarse la vida escribiendo relatos.
Su temática siempre gira acerca del racismo y la opresión de la gente de color.
Dada su maestría para los diálogos, sus vívidas descripciones, su manejo del
humor y del sarcasmo, resulta hasta natural que Himes haya adoptado la novela
negra como vehículo para expresarse, dejándonos algunas de las obras más importantes
del género.
Merece
mención aparte la traducción de E. Mallorquí. No suelo juzgar por buenas o
malas a las traducciones. Casi nunca tengo a mano versiones originales como
para emitir esa clase de juicio. Sí puedo decir cuando una traducción suena ardua o forzada (desconcierta el uso indistinto de los apodos Coffins y
Grave Digger y sus versiones en
castellano) o demasiado castiza para nosotros los americanos. Y esta tiene casi
todos esos problemitas. Eso sí: al menos me dejó palabras como canguelo, corruscante y gorrinos.
Traducción: E. Mallorquí
3/13
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