Después de que su mujer se casase con Charles, el dentista, Coen fue a
parar al club de Schiller. Con su abrigo oscuro y cuadrado y sus pantalones de
pernera demasiado corta, Coen resultaba inconfundible como policía. Pero
Schiller lo aceptó. Respetaba el primitivismo de las necesidades de Coen. Con placa
o sin placa, solo los hombres solitarios se ven atraídos hacia un club de
pimpón. Schiller tenía una teoría. El pimpón era un juego hogareño. Permitía
mostrar cortesía y otras virtudes. Por eso puso una pala en la mano de Coen,
una Mark V con doble capa de espuma y goma blanda, la mejor que tenía. Y Coen
jugó. Contra el propio Schiller. Nunca había tocado una pala como aquella. La
pelota se hundía en la espuma y salía rebotada en ángulos inverosímiles. No
tenía el “poc” familiar de las palas de goma dura, ni el más agudo de la de
lija. La pelota parecía gemir contra la espuma y chapotear. Muy pronto, no pudo
vivir ya sin aquel sonido. Al jugar en sala, tuvo que renunciar a sus trucos y
aprender a contener el efecto salvaje de la pala. Schiller le mandaba bolas
bajas y cortadas que Coen no era capaz de devolver. Schiller se negó a darle
ánimos. Coen vivió una semana enfurruñado. Entonces estudió el vuelo de la
pelota. Sus desplazamientos ayudaban a Schiller, no a él. Si ponía la pala bajo
la pelota sin golpearla ni mover la muñeca, rompía el efecto de Schiller y
podía devolver la pelota al otro lado de la red. Desarrolló un poderoso
contraefecto. Empezó a devolver los remates abiertos de Schiller. Siempre cerca
de la mesa, tomaba la pelota recién salida del bote y la lanzaba hacia las
esquinas, con lo que el pobre Schiller iba zumbando de un lado a otro.
—Emmanuel, ¿dónde estaban las palas de espuma cuando yo era niño? —dijo
Coen, mientras secaba la Mark V con una servilleta de papel–. No fue justo
hacerme jugar con lija. Con una de esponja hubiera sido un fenómeno, un jugador
cinco estrellas.
—Sí, claro —dijo Schiller, cortando en seco la euforia de Coen—. Entonces
no había palas blandas en Estados Unidos. Tomamos la costumbre de los
japoneses. Nosotros les enseñamos la bomba atómica y ellos nos dieron la pala
de dos capas. No sabría decirte cuál de las dos es la peor arma.
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