Deseaban comer en algún sitio en el que fuera poco probable que les
localizasen y donde no estuvieran fuera de lugar con sus gafas negras de adictos
a la marihuana. Al fin decidieron ir a un local de la Calle 116 llamado
Spotty’s, cuyo propietario era un negro con manchas de piel blanca y casado con
una mujer albina.
Tras años de lamentarse de tener todo el aspecto de un descomunal perro
dálmata, Spotty había hecho las paces con la vida y abierto un restaurante
especializado en lomo de cerdo, judías coloradas y arroz. El local estaba
situado entre una fábrica y una empresa empaquetadora, por lo que no contaba
con ventanas laterales, y la parte delantera estaba tan espesamente cubierta
por cortinas que la luz diurna no entraba jamás en el restaurante. Los precios
de Spotty’s eran demasiado bajos y las raciones que servía excesivamente
grandes para poderse permitir el lujo de tener encendidas las luces eléctricas
durante todo el día. Por tanto, el local atraía a una clientela compuesta de
gente que andaba escondiéndose, tipos melindrosos que no soportaban ver las
moscas que había en su alimento, pobres que deseaban toda la comida que su
dinero les pudiera facilitar, adictos a la marihuana que eludían las luces
brillantes, y ciegos que no notaban la diferencia.
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