viernes, 28 de febrero de 2014

Tribunales

Buenadella se acercó al escritorio, cogió la cartera, la abrió y miró un par de documentos. Parker y Grofield esperaron hasta que él levantó la vista y la fijó en Grofield.
—¿De dónde sacaron esto?
—De un hombre muerto.
—No lo creo.
Grofield se encogió de hombros.
Buenadella lo observó, lo pensó otra vez y arrojó la cartera sobre el escritorio.
—Hay más hombres de donde vino ése —dijo.
Grofield sonrió.
—¿Todos así de buenos?
—Mandaré diez juntos —respondió Buenadella.
Parker se acercó.
—No mandará nada —le dijo—. Estamos aquí con usted, a solas. Y podemos terminar todo esto ahora mismo.
Buenadella miró a Grofield, luego a Parker.
—No tengo nada que terminar con ustedes.
—Setenta y tres mil dólares.
—Robados —dijo Buenadella—. Usted no tiene derecho alguno a ese dinero y no hay pruebas de que yo haya visto o tocado un solo dólar. ¿Quiere llevarme a los tribunales?
—Ya está en los tribunales —contestó Parker.

(Donald Westlake, La luna de los asesinos, Madrid, Espasa-Calpe, 2003)


lunes, 24 de febrero de 2014

Gracias por el pulp

La luna de los asesinos, Donald Westlake

Hubo una época en que los libros venían en papel rústico de verdad, papel pulp, porque debían ser baratos. Una época en la que salían cientos de esos libros por semana, porque eran un entretenimiento tan bueno como cualquier otro, pero más accesible. Esos autores sacaban tres o cuatro novelas por año, porque ese era el ritmo que les permitía parar la olla. Una época de mil seudónimos, de tracción a sangre, papel carbónico y letras de fundición. Donald Westlake (1933-2008), con sus más de cien libros, es de esa época. Entonces no parecía una buena idea emular a los clásicos, ahondar en los grandes dilemas morales de la condición humana, pulir el estilo, aspirar al mármol. No: había que escribir, entregar, vender, cobrar. Comer. Era una escritura industrial. Pop. Para entretener. De personajes muy duros, ajenos a toda corrección política. Habrá pilas de autores de esa época hundidos en el olvido. Pero hay otros que, a fuerza de teclear y teclear, páginas y páginas, brillan con luz propia en ese universo. Westlake es uno de ellos. ¿Qué esperamos para llamarlo Clásico, así, con C mayúscula? ¡Es el tipo que inventó a Parker, alguien debería inaugurar un Hall of Fame para él solo!

La luna de los asesinos es la decimosexta novela de Parker (*). Publicada en 1974, doce años después de la inicial, A quemarropa, es la que cierra la primera etapa de ese personaje (volvería a salir una recién en 1997, por lo que durante mucho tiempo fue la “última” de la serie). La trama tiene ciertos puntos de contacto con aquella. Aquí también Parker vuelve a buscar algo que es suyo. Esta vez es a Tyler, una ciudad de Mississippi. Allí tuvo que dejar, hace unos años, un botín escondido en un parque de diversiones. Con su socio, el actor y ladrón Alan Grofield, Parker confirma que la plata ya no está donde la habían dejado. Entonces comienza a apretar a Lozini, el jefe mafioso de la ciudad. Como suele pasar, Parker y Grofield no llegan en buen momento: en unos días hay elecciones en Tyler, al capo Al Lozini le están serruchando el piso sus laderos, sus policías contratados. Y encima le cae Parker, que lo único que quiere es llevarse de vuelta sus 73.000 dólares. Cuando Grofield es herido, y tomado como rehén, digamos que se pudre todo: Parker convoca a una docena de delincuentes de todo el país con los que ya ha trabajado antes. Parker será el cerebro de una operación conjunta memorable para liberar a Grofield y arrasar con la organización, desatando una batalla sangrienta, apocalíptica.

Con casi el doble de extensión que las habituales historias de Parker, La luna de los asesinos es un Parker con todas las letras. Su estilo, su violencia extrema, los diálogos cortados a cuchillo, la acción: todos los ingredientes de la fórmula que ha llevado a Westlake al lugar de clásico que se merece están presentes en esta novela. Que, por ser “la última”, tiene algún aroma de coda, con esa convocatoria final de Parker a todos sus colegas. ¿Colegas o amigos?

Se ha dicho que Parker no tiene amigos. Que no tiene sentido moral, y que actúa y piensa —inteligencia extraordinaria— sólo de acuerdo a sus propios intereses, siempre. Lo que es real. Pero en esta novela, en cierto pasaje, Parker tiene un diálogo que ha planteado, en su momento, una controversia entre los “especialistas” en el personaje de Westlake. Que Parker no dice esas cosas, que no piensa así, que es incoherente. Desde luego, además de que Westlake resuelve con maestría esa aparente contradicción, la explicación es simple: Parker terminó siendo un personaje bastante más complejo —el propio Westlake decía de él que era “un artista, y sus trabajos son sus lienzos”— que aquel despiadado asesino que apareció en A quemarropa.

Cuando pienso en la influencia de Westlake y Parker en la ficción actual de este género vuelve a venirme a la mente el Jack Reacher de Child: una especie de Parker “legal”. Pero, hablando de influencias, bastante se ha hablado de las que Westlake ha ejercido sobre autores como Elmore Leonard (aunque, pensándolo bien y en persepectiva temporal, es más lógico hablar de ida y vuelta, de influencias mutuas en dos carreras paralelas). El humor debe ser una de ellas, y es algo que se percibe claramente en esta novela y que la diferencia de aquella primera de la serie.

Cuando uno lleva algunos años leyendo este género, se hace más fácil detectar “la escritura original”. Salta enseguida cuando uno se encuentra con ella, la que desparramó la semilla que uno viene viendo florecer acá y allá, en pilas de autores. Es esa sensación de “este tipo ya lo había inventado todo”. Como cuando escuchás a los Beatles, ponele. En este género pasa con Chandler, con Hammett, con Cain.

Y también pasa con Westlake/Stark: agarrá cualquiera de sus libros y comprobalo vos mismo.

Traducción: Bruno Suárez

1/14

(*) Todas las novelas de Parker fueron publicadas originalmente bajo el seudónimo de Richard Stark. Llama la atención que esta edición en español aparezca firmada por Donald Westlake.

Si te interesó esta reseña, date una vuelta por:
A quemarropa, Richard Stark

El enemigo, Lee Child

sábado, 22 de febrero de 2014

Un panadero y un abogado

El panadero gordo estaba sentado en una silla de madera ante su establecimiento, bajo una sombrilla.
—¿Qué tal está? —preguntó Leinen.
—Hace calor. Pero dentro aún más.
Leinen se sentó, inclinó la silla sobre las patas traseras y se puso contra la pared. Miró al sol entornando los ojos. Pensó en Collini.
—Y usted, ¿qué tal está? —le pregunto el panadero.
—No sé qué hacer.
—¿Cuál es el problema?
—No sé si debo defender un hombre. Ha matado a otro al que yo conocía bien.
—Pero es usted abogado, ¿no?
—Mmm… —Leinen asintió.
—Mire, toda las mañanas subo la persiana a las cinco, enciendo la luz y espero a que llegue el camión frigorífico de la fábrica. Meto la masa en los hornos y a partir de las siete me paso el día vendiendo lo que sale de ellos. Los días malos me quedo dentro; los buenos salgo aquí, al sol. Preferiría hacer pan como Dios manda en una panadería como Dios manda con utensilios como Dios manda e ingredientes como Dios manda. Pero así son las cosas.
Una mujer con un dálmata pasó por delante y entró en la tienda. El panadero se levantó y fue tras ella. A los pocos minutos salió con dos vasos de agua con hielo.
—¿Entiende lo que quiero decir? —preguntó.
—No del todo.
—Puede que algún día vuelva tener una panadería como Dios manda. Hace tiempo la tuve, pero la perdí al divorciarme. Ahora trabajo aquí, es lo que hay. Así de sencillo. —Se bebió el vaso de un trago y masticó un cubito de hielo—. Es usted abogado, tiene que hacer lo que hacen los abogados.

(Ferdinand von Schirach, El caso Collini, Barcelona, Salamandra, 2013, pág. 61)


viernes, 21 de febrero de 2014

Riesgo

Siempre había querido ser abogado defensor. Mientras hacía la pasantía, trabajaba en uno de los grandes despachos de derecho mercantil. La semana siguiente al examen final lo habían llamado de cuatro lugares distintos para ofrecerle una entrevista de trabajo. No acudió a ninguna. A Leinen no le gustaban esos despachos de ochocientos abogados. Allí los jóvenes parecían banqueros, se habían licenciado con las mejores notas, se compraban coches que no podían permitirse, y el que el final de la semana facturaba más horas a los clientes era quien se llevaba el gato al agua. Los socios de semejantes despachos estaban casados en segundas nupcias y los fines de semana vestían jerséis de cachemir amarillos y pantalones de cuadros. Su mundo se reducía cifras, puestos en consejo de administración, una asesoría para el gobierno federal y una serie interminable de salones de conferencias, aeropuertos y hoteles. Para ellos, la peor catástrofe era que un caso acabara en los tribunales, pues los jueces eran sinónimo de riesgo. Sin embargo, eso era precisamente lo que quería Caspar Leinen: ponerse una toga y defender a sus clientes. Y ahora lo había conseguido.

(Ferdinand von Schirach, El caso Collini, Barcelona, Salamandra, 2013, pág. 19)


lunes, 17 de febrero de 2014

Elogio de la brevedad

El caso Collini, Ferdinand von Schirach


Esta nueva joya del tremendo narrador alemán comienza con la descripción de un asesinato. Con nombre y apellidos. Quiero decir, el “caso” del que tratará la novela ya de entrada está resuelto. Hace poco comenté aquí otra en la que pasaba algo similar. Desde luego, en ambas novelas queda mucho por contar después de ese “misterio develado” inicial. Pero mientras aquella desarrollaba una trama tendiente a una explicación lógica, al descubrimiento de un engaño, a la demostración de una inocencia, en esta Von Schirach deja todo eso de lado. Como si fueran artificios infantiles de los que no valiera la pena ocuparse. Elige en cambio otro camino, la narración de otra historia: una reflexión sobre la culpa, la venganza, el deber, la bajeza, la ley. Y logra en su primera novela, que es en verdad nouvelle, la misma altura que había alcanzado con sus relatos en Crímenes y Culpa. Lo que es mucho decir.

La historia la protagoniza Caspar Leinen, un joven e idealista abogado. Como defensor de oficio, le cae este caso. Collini, un italiano en sus sesenta y pico, ha asesinado a un encumbrado industrial, ya anciano, en un hotel de Berlín. Fue algo muy planeado, pero no diría que a sangre fría: hay mucha saña, mucha violencia. El asunto es que Collini no quiere defenderse, ni develar su móvil. Para colmo, Leinen descubre que la víctima es alguien con quien lo ha unido un profundo afecto desde su infancia. Cuando intenta desligarse del caso ya es tarde: para los procedimientos penales, pero sobre todo para su conciencia. Leinen concluye que Collini merece la mejor de las defensas, y se propone trabajar para ello.

La novela narra el juicio, y cómo, luchando contra sus afectos y su propia historia, Leinen revela el móvil de Collini. En ese proceso, el joven abogado trae a la superficie un artilugio oculto en la maquinaria legal alemana, que, introducido entre gallos y medianoche allá por finales de los sesenta, garantizó la impunidad a una pila de jerarcas nazis a través de la prescripción de sus delitos. Algo relacionado con el concepto de obediencia debida (término que, lamentablemente, también es demasiado familiar por estas pampas).

El caso Collini es un libro magistral. En general, por los mismos motivos que hicieron best seller al autor con sus anteriores colecciones de relatos. Y aunque parezca una paradoja, esta nouvelle (menos de 150 páginas), primer texto “largo” del autor, tiene su mayor fortaleza en la brevedad. Sólo un maestro puede contar todo lo que cuenta en tan pocas páginas, manteniendo caliente el interés del lector devorando páginas. Y eso que estamos hablando de un libro acerca de un juicio. No es una persecución de espías por diez ciudades de Europa, no: ¡es un juicio! En esas pocas páginas, con una economía y una sequedad de lenguaje asombrosas, en las que el más mínimo detalle narra, asistimos a un par de escenas brutales de asesinato (*), a la historia de la infancia de Leinen, a sus dilemas morales como abogado. Y, como si todo eso fuera poco, Von Schirach se las arregla para presentarnos de forma clara un asunto técnico como el hueco legal mencionado. Hueco a través del cual todavía asoma la culpa que arrastra toda la sociedad alemana por los crímenes del nazismo.

Ferdinand von Schirach es pocas palabras y mucha literatura: un narrador extraordinario.

Traducción: María José Díez Pérez

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(*): esconderse en un rincón de la librería para la LGC1 (“lectura gratuita del capítulo 1”) y apreciar el uso narrativo de los detalles en la brutal escena del crimen: las manchas de la piel en las manos del anciano Meyer, los clavos del zapato de Collini arañando el mármol.