Cuando pienso en mi esposa siempre pienso en su cabeza.
Para empezar, en su forma. Lo primero que vi de ella, la primera vez que la vi,
fue la parte trasera de su cráneo. Sus ángulos tenían algo de adorable. Como un
duro y brillante grano de maíz o un fósil en el lecho de un río. Tenía lo que
los victorianos habrían descrito como «una cabeza elegantemente torneada».
Resultaba bastante fácil imaginar su calavera.
Reconocería su cabeza en cualquier parte.
Y lo que hay en su interior. También pienso en eso: su
mente. Su cerebro, con todos sus recovecos, y sus pensamientos yendo y viniendo
por dichos recovecos como rápidos y frenéticos ciempiés. Como un niño, me
imagino abriéndole el cráneo, desenrollando su cerebro y examinándolo
cuidadosamente, intentando apresar e inmovilizar sus ocurrencias. «¿En qué
estás pensando, Amy?» La pregunta que más a menudo he repetido durante nuestro
matrimonio, si bien nunca en voz alta, nunca a la única persona que habría
podido responderla. Supongo que son preguntas que se ciernen como nubes de
tormenta sobre todos los matrimonios: «¿Qué estás pensando? ¿Qué es lo que
sientes? ¿Quién eres? ¿Qué nos hemos hecho el uno al otro? ¿Qué nos haremos?».
(Gillian Flynn,
Perdida, Barcelona, Mondadori, 2013)
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