Siempre había querido ser abogado defensor. Mientras hacía
la pasantía, trabajaba en uno de los grandes despachos de derecho mercantil. La
semana siguiente al examen final lo habían llamado de cuatro lugares distintos
para ofrecerle una entrevista de trabajo. No acudió a ninguna. A Leinen no
le gustaban esos despachos de ochocientos abogados. Allí los jóvenes
parecían banqueros, se habían licenciado con las mejores notas, se compraban
coches que no podían permitirse, y el que el final de la semana facturaba más
horas a los clientes era quien se llevaba el gato al agua. Los socios de
semejantes despachos estaban casados en segundas nupcias y los fines de semana
vestían jerséis de cachemir amarillos y pantalones de cuadros. Su mundo se
reducía cifras, puestos en consejo de administración, una asesoría para el
gobierno federal y una serie interminable de salones de conferencias,
aeropuertos y hoteles. Para ellos, la peor catástrofe era que un
caso acabara en los tribunales, pues los jueces eran sinónimo de riesgo. Sin
embargo, eso era precisamente lo que quería Caspar Leinen: ponerse una toga y
defender a sus clientes. Y ahora lo había conseguido.
(Ferdinand von
Schirach, El caso Collini, Barcelona,
Salamandra, 2013, pág. 19)
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