El panadero gordo estaba sentado en una silla de madera
ante su establecimiento, bajo una sombrilla.
—¿Qué tal está? —preguntó Leinen.
—Hace calor. Pero dentro aún más.
Leinen se sentó, inclinó la silla sobre las patas traseras
y se puso contra la pared. Miró al sol entornando los ojos. Pensó en Collini.
—Y usted, ¿qué tal está? —le pregunto el panadero.
—No sé qué hacer.
—¿Cuál es el problema?
—No sé si debo defender un hombre. Ha matado a otro al que
yo conocía bien.
—Pero es usted abogado, ¿no?
—Mmm… —Leinen asintió.
—Mire, toda las mañanas subo la persiana a las cinco,
enciendo la luz y espero a que llegue el camión frigorífico de la fábrica. Meto
la masa en los hornos y a partir de las siete me paso el día vendiendo lo que
sale de ellos. Los días malos me quedo dentro; los buenos salgo aquí, al sol.
Preferiría hacer pan como Dios manda en una panadería como Dios manda con
utensilios como Dios manda e ingredientes como Dios manda. Pero así son las
cosas.
Una mujer con un dálmata pasó por delante y entró en la
tienda. El panadero se levantó y fue tras ella. A los pocos minutos salió con
dos vasos de agua con hielo.
—¿Entiende lo que quiero decir? —preguntó.
—No del todo.
—Puede que algún día vuelva tener una panadería como Dios
manda. Hace tiempo la tuve, pero la perdí al divorciarme. Ahora trabajo aquí, es
lo que hay. Así de sencillo. —Se bebió el vaso de un trago y masticó un cubito
de hielo—. Es usted abogado, tiene que hacer lo que hacen los abogados.
(Ferdinand von
Schirach, El caso Collini, Barcelona,
Salamandra, 2013, pág. 61)
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