Un antiguo compañero de copas había vuelto a casa tras una parranda de dos semanas con una rosa tatuada en el brazo. La flor estaba rodeada por la leyenda: Manda a todos al carajo / y duerme hasta el mediodía. Su mujer exigió que se la quitase quirúrgicamente, pero resultó que aún detestaba más la cicatriz. Cada vez que se la tocaba, él sonreía despectivamente. Unos años más tarde, la esposa intentó borrarle la sonrisa con una botella de vino, pero sólo logró arrancarle un par de dientes, lo cual convirtió su expresión en algo todavía más parecido a una burla. Lo que no comprendo, sin embargo, es que a día de hoy continúan estando casados. Él exhibe su mueca de desdén y ella la abomina.
(James Crumley, El último buen beso, RBA Libros, 2011, pág 131)
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