En el interior, el decorado era típico
de una película británica de categoría B, solo que mucho mejor iluminado.
La clientela creía ser selecta. Había
chacareros, propietario de estaciones de servicio, dueños de cadenas de
cafeterías, electricistas, constructores, dueño de canteras: la nueva Clase Media.
Y ocasionalmente, pero nunca con ellos, sus terribles retoños. Jóvenes que
piloteaban máquinas Sprite, de acento no muy refinado pero diez veces mejor que
el de sus padres, con sus botas de cabritilla, sus chaquetas de caza, sus
amigas educadas en colegios semi-distinguidos; probando la suerte de los
sábados, después de la cerveza en el Cisne Negro, con la esperanza de una buena
racha que acelere la realización de los sueños: un Rover para él, un auto pequeño
para ella, y el chalet moderno, estilo campesino, no lejos de la autopista,
para facilitar las compras en Leeds los fines de semana.
Mire a mi alrededor y vi a las esposas
de la nueva Clase Media. Ninguna vestida con elegancia. Ninguna que no diera la
sensación de estar enferma de celos o de envidia. De jóvenes, no habían poseído
nada; la suerte había llegado junto con la guerra, y el cambio las había tomado
tan de sorpresa que no podían dejar de ambicionar cada vez más, siempre
insatisfechas. Era esa clase de gente la que me convencía de que yo tenía
razón.
(Ted Lewis, Asesino implacable, Buenos Aires, Grupo
Editor de Buenos Aires, 1974, pág 52)
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