Parker
caminaba por el arcén cuando un jovencito se detuvo a su lado y se ofreció a
llevarle en su Chevrolet. Parker le dijo que se fuera al infierno. El tipo
replicó: “Que te follen”, sacó el Chevrolet del arcén de un volantazo, se sumá
al tráfico y se alejó hacia las cabinas de peaje. Parker escupió en el carril
derecho, encendió su último cigarrillo y cruzó el puente George Washington.
[…]
Las
oficinistas le miraban al rebasarle y sentían vibraciones más arriba de sus
medias. Era corpulento y musculoso, de hombros anchos y cuadrados, y brazos
demasiado largos en mangas demasiado cortas. Llevaba un traje gris, consumido
por los años y la falta de planchado. Llevaba zapatos y calcetines negros y
agujereados: los zapatos por la suela, los calcetines por el talón y los dedos.
Sus manos,
que balanceaba con los dedos curvados, parecían moldeadas en arcilla por un
escultor que pensaba a lo grande y tenía debilidad por las venas. Su pelo era
castaño, seco y mate, y volaba como un peluquín impreciso a punto de
desprenderse. Su rostro era un pedazo de cemento rayado, y sus ojos, un mineral
resquebrajado. Su boca era como un navajazo. La americana le revoloteaba por la
espalda y los brazos se balanceaban con soltura mientras caminaba.
Las
oficinistas le miraban y se estremecían. Sabían que era un cabrón, sabían que
sus manos habían sido hechas para abofetear, sabían que su rostro jamás se
iluminaría con una sonrisa al mirar a una mujer. Sabían lo que era, daban
gracias a Dios por tener un buen marido, pero continuaban estremeciéndose.
Porque sabían cómo caería, de noche, sobre una mujer. Como un árbol.
(Richard
Stark, A quemarropa, Barcelona, RBA
Libros, 2011, pg 15)
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