Confesiones verdaderas, John
Gregory Dunne
Hace un par de domingos
leía una nota de Guillermo Piro en Perfil en la que hacía referencia a una frase
de Bukowski que yo recordaba haber leído alguna vez. La cito de memoria: “un
buen libro te puede matar”. Ese mismo domingo, unas horas más tarde, me
encontraba leyendo las últimas páginas de Confesiones
verdaderas. Tenía lágrimas en los ojos, y me acordé de lo de Bukowski, y
supe que hay libros que no te matan, pero que pueden hacerte llorar. ¿Cuántas
novelas negras pueden arrancar lágrimas al lector? ¿Cuántas novelas, así, a secas? A mí, muy pocas.
Luego del texto de
Fresán en el prólogo y de la introducción a cargo del gran George Pelecanos,
uno ya está advertido acerca de la clase de libro que está a punto de abrir.
Pero claro, uno, lector ducho y algo agrandado, decide despojarse de todo
prejuicio y entrar al texto sin condicionamientos, intentando olvidar las
opiniones ajenas, incluso la de James Ellroy.
Desde luego, a las
veinte páginas, yo ya me preguntaba si los elogios no se estarían quedando un
poco cortos…
La novela comienza
narrada en primera persona por Tom Spellacy, exdetective de Homicidios de la
policía de Los Ángeles. Va en camino de encontrarse con su hermano Desmond,
quien lo convocó para hablar con él. Desmond es sacerdote en una parroquia olvidada
en el desierto californiano. Han pasado muchos años, veintiocho, desde un
episodio que fue determinante en la vida de los hermanos Spellacy. Durante este
primer pasaje, Tom nos pone en situación: los hermanos y sus
diferentes caminos, la vigencia de las tradiciones católicas en la
comunidad de origen irlandés y, por lo tanto, en la familia Spellacy. La eterna
tirantez, ese vínculo extraño de amor y odio, que unió a los hermanos a lo
largo de la vida. Todo en este capítulo desprende ese aroma melancólico de las
historias de fin de vida, de balance, ese cristal tintado que provoca la
proximidad de la muerte, y que da un nuevo perfil, una nueva visión a los
hechos del pasado. Porque, claro, Desmond ha llamado a su hermano para decirle
que se está muriendo.
Allí la historia viaja en el tiempo, hacia mediados de los cuarenta. Un narrador en tercera persona
nos muestra qué es de la vida de los dos hermanos. Uno, detective en plena actividad,
ahora en Homicidios, “removido” de Antivicio por algunos asuntos demasiado
turbios. Tiene una esposa desquiciada —que charla con san Bernabé—, hija monja
e hijo soldado, y la amante de rigor. Encima, vive en conflicto con el
burócrata de su jefe. El otro, auxiliar del cardenal y con aspiraciones de
cúpula, es un eficaz administrador y recaudador. Un político habilidoso y
sagaz, en suma, que afianza su carrera entre las recepciones para recaudar
fondos y los green de golf.
En esos días
aparece en un baldío de las afueras el cuerpo de una mujer. Está seccionado en
dos mitades. No hay sangre en el lugar. Lo han traído desde alguna otra parte. El
asunto cae en manos de Tom Spellacy y su compañero Frank Crotty. La
investigación, fogoneada por la prensa sensacionalista, empieza a contaminar a
mucha gente. Entre ellos a Jack Amsterdam, viejo conocido de Tom de la época en
la que supuestamente perseguía —y en realidad cobraba— a las putas. El problema es que Amsterdam tiene varios negocios
con la Iglesia Católica. Y en esos días, decir “negocios” y decir “Iglesia” era
estar hablando de Desmond Spellacy. Este vínculo es el que desatará la tormenta
entre los hermanos, cuando uno obligue al otro a optar por la conciencia o su
carrera.
El devenir de la
investigación —que nos arrastra a los mejores bajos fondos de Los Ángeles, sean
estos los moteles, los campos de golf en los que se cocina de todo, o los
funerales y los confesionarios— es el motor negrocriminal
de la historia. Motor que funciona perfectamente, y cuya potencia de mil
caballos impulsa el denso monstruo narrativo que se mueve debajo de la
superficie.
Porque, como todas
las grandes novelas, Confesiones
verdaderas también admite diferentes planos de lectura. Quien quiera leer
esta historia como una revisita al caso de Elizabeth Short —la Dalia Negra,
mítica víctima de un crimen nunca resuelto, que ha inspirado infinidad de
literatura y cine, entre ellos a James Ellroy— se encontrará con una novela
negra impecable. No le falta nada: la trama que se complejiza, que destapa
ollas asquerosas por doquier; un lenguaje que, a pesar de la traducción en
exceso castiza para el lector porteño, impacta por sus momentos de dureza e incorrección
política, con sus puntos más altos en las palabras del policía Frank Crotty.
Quien quiera ver
una pintura de un sector de la sociedad californiana de posguerra, el de los
descendientes de irlandeses católicos, se encontrará con un retrato en extremo
atento al detalle, que resulta a la vez crítico y cercano. Dunne, católico él
mismo, sabe de lo que habla, y habla desde adentro. Planta a sus personajes en
el corazón de ese micromundo en el que hasta los insultos tienen que ver con
Dios y María, en el que el status va
de acuerdo a qué obispo viene a decir la misa de tu funeral. La Iglesia
Católica californiana —omnipresente institución de uno de los más poderosos
estados de la poderosa potencia que acaba de ganar la guerra—, aparece como el
Sol alrededor del cual orbita toda la vida de la comunidad. Y “toda la vida” es
eso: pasa de todo. No obstante, creo que quien se quede con este costado de la
historia —el de “denuncia” de los manejos de una Iglesia liderada por hombres políticos—
se quedará con un costado (muy) menor de esta obra.
Hay un tercer plano
de lectura, que es el que más me interesa, y que es el de la relación que une a
los hermanos Spellacy. Esta lectura de “novela de hermanos” —si no existe ese
subgénero, habría que inventarlo— engloba, lógicamente, a todo lo anterior. En
la relación de Tom y Des por aquellos días de los cuarenta se concentra todo el
pasado y el futuro de sus vidas. Futuro que se vuelve presente en el capítulo
final, brillante por donde se lo mire, y nuevamente en la voz de Tom. En los
términos de ese vínculo fraterno Dunne se permite llevarnos a reflexionar
acerca del paso del tiempo, como bien indica Pelecanos, y acerca de la fe: los
dos hermanos son hombres de fe que parecen haber perdido la Fe. Con la educación
que han recibido debieron hundirse en un mundo que, finalmente, les hizo mella
y los infectó, como un virus o como la herrumbre que nunca descansa. Sin
embargo, absolución y redención son dos ideas que flotan en el final.
Confesiones verdaderas es una
novela descomunal que reafirma, por si aún quedasen dudas, que el género negro,
con sus convenciones, puede hablar del más profundo y complejo de los asuntos
del hombre. Claro que a no todos los autores les interesa hacerlo. Y muy pocos son
capaces de llegar hasta ese lugar.
Dunne es uno.
Traducción: Gabriel Dols Gallardo
10/12
PS: Confesiones verdaderas fue llevada al
cine en 1981. El director fue Uru Grosbald, con guión del propio Dunne —en esta entrevista habla de su trabajo como guionista— y su esposa Joan Didion. Los
hermanos fueron Robert Duvall, como Tom, y Robert De Niro, como Desmond.
Muy buena reseña. Me dieron ganas de leerlo, aunque con los actores que eligieron para la película, no sé por cuál decidirme. Viste la película? Vale la pena?
ResponderEliminarSaludos,
Diego
Hola, Diego.
ResponderEliminarGracias por pasar y comentar.
No vi la película, así que no te puedo orientar.
Ahora la tengo en mi lista de pendientes, luego de leer este libro extraordinario.
Abrazo,
Ariel