Me pica y me rasco. Gari-gari. Otra
noche sin dormir. No he pegado ojo. Los ojos fatigados y doloridos. El sol de
primera hora de la mañana ya entra por la ventana, iluminando el polvo y las
manchas de la habitación de ella, el sonido de los martillazos infiltrándose
junto con la luz.
Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton.
Ton-ton. Ton-ton…
Me incorporo hasta sentarme en el futón. Me miro el reloj.
Chiku-taku. Chiku-taku. Llego tarde.
¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota!
¡Idiota! ¡Idiota!
Me levanto del futón. Me pica y me rasco. Gari-gari. Me pongo la camisa y los pantalones. Gari-gari. Voy hasta el genkan. Gari-gari. Me ato los cordones de las botas. Gari-gari…
Maldigo. Maldigo. Maldigo…
Me giro para decir adiós.
Pero ella no se mueve, de espaldas a la puerta, de cara a la pared, al
papel, a las manchas.
Me maldigo a mí mismo…
Cierro la puerta y me alejo corriendo por el pasillo. Bajo las escaleras
corriendo y salgo del edificio. Salgo de las sombras y me adentro en la luz.
Esta mañana la luz brilla mucho y las sombras son muy oscuras, y entre ambas
manchan y destiñen la ciudad hasta dejarla en blanco y negro. Las moles de
cemento blanco, las ventanas negras y vacías. Las aceras y las calzadas
blancas, los árboles y los postes de telégrafos negros. Las láminas de metal
blancas, las montañas de escombros negras. Las hojas blancas, las hierbas
negras. Los ojos blancos y la piel blanca de los Perdedores, las estrellas
blancas y los uniformes negros de los Vencedores.
Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton.
Ton-ton. Ton-ton…
Hoy no hay colores. No hay colores en esta luna.
(David Peace, Tokio año cero, Barcelona, Mondadori, 2013)
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