Hay demasiadas cosas que se hacen por el bien de los menores, pensó Victoria mientras se despegaba del inodoro y recuperaba con dificultad el equilibrio vertical. ¿Es suficiente una borrachera, aunque sea la madre de todas las borracheras de sesenta horas, para retirarle a una madre sus dos hijas?, se preguntó. Y más: ¿qué sucederá conmigo, con lo que yo sea cuando sea madre, qué sucederá con lo que yo haga? ¿Será mejor para mi hija una mujer ecuánime, serena, coherente que la bestia parda que le ha tocado como madre? Preparó un Alka-Seltzer y masculló mecagoenlaputa, mecagoenlaputamadre de los jueces, mecagoenlaputamadre de los justos, y mecagoenlaputamadre de los ladrones de hijos. Yo no seré la mejor, pequeña, dijo en un susurro, yo no seré una madre modélica ni pienso mostrarte el camino recto a ningún sitio, yo tengo rabia y muchas pensiones con chinche en mi pasado, pero al primer hijodelagranputa que te ponga la mano encima para retirarte de mi lado aunque sea por un minuto, lo mato. Juro que lo mato, y sé cómo hacerlo. Qué hostias, ¡tu madre soy yo! Pegó una patada a la pared del pasillo y puso algo de hardcore para ducharse, vestirse y salir sin perder el cabreo.
(Cristina Fallarás, Las niñas perdidas, Barcelona, Roca Editorial, 2011, pg 103)
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