Le dije al
taxista que me dejara en Plaza de España. Caminé despacio, en dirección a la
Plaza del Callao. Esa zona me despertaba recuerdos que yo creía ocultos y
sepultados en la memoria. Madrid era entonces mucho más pequeño y aquél había
sido mi territorio: en la cercana Gran Vía brillaban el Pasapoga, Jahy,
Montmartre, Fuyma… Nombres de locales nocturnos que apenas si ocupaban ya un
minúsculo lugar en un pasado cada vez más remoto.
Antes,
cuando era joven y aún no conocía a Delforo, salíamos del turno de noche y nos
íbamos a la Gran Vía o a Leganitos. Entonces era la calle de los clubes finos y
los cabarés: el Riverside, el Señorial, el Alexandra… No existía la movida,
pero en aquellos lugares se encontraban los mejores bares de alterne y los
restaurantes que nunca cerraban.
Me detuve
frente a Casa Justo. Antes había sido un bonito y barato restaurante que vendía
una estupenda ginebra a granel a sesenta pesetas el litro, y Justo, un buen
amigo. Pero nada de eso existía ya. Justo llevaba cinco años muerto y sus hijos
habían convertido el restaurante en una pizzería posmoderna.
(Juan
Madrid, Adiós, princesa, Barcelona, Ediciones
B, 2011, pg 379)
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