Delforo y
yo llegamos a intimar, o casi. Le gustaba hablar de su oficio a altas horas de
la madrugada, apoyador en el mostrador de cualquier bar. Y a mí me gustaba
escucharlo. Hablaba de su trabajo de escritor como lo haría un albañil, o un
mecánico, del suyo. Relataba con sencillez su dedicación a escribir, consciente
de los desafíos que entraña el conocimiento de un oficio. Algo muy diferente de
lo que hacían los otros escritores o periodistas que yo había conocido.
“Mira,
Toni —me decía—, yo subordino los recursos estilísticos a las necesidades de la
historia, ¿entiendes? Trabajo con las palabras de la misma manera que otros
trabajan con ladrillos y cemento, para construir algo que sirva y se entienda.
Y creo que las palabras deben ser justas y verdaderas, ligadas a la percepción
de la realidad, o de parte de ella, desde un lugar nuevo. Y quiero decir con
eso de lugar nuevo, desde mi propuesta de mirada. ¿Entiendes lo que te digo?”
Lo entendía,
o creía entenderlo, y me gustaba que me
hablara de esa manera. La gente como yo admira a los que hablan bien, a los que
saben expresarse con claridad.
(Juan
Madrid, Adiós, princesa, Barcelona, Ediciones
B, 2011, pg 90)
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